viernes, septiembre 18

Los primitivos dueños de La Recoleta

Los Basurco y Herrera

Los primitivos dueños de la Recoleta, San Telmo y otras valiosas tierras de extramuros

Si hoy hiciéramos un estudio completo de los títulos de los terrenos de nuestra ciudad de Buenos Aires, encontraríamos que en el siglo XVIII miles y miles de solares llevan un nombre en común: Basurco y Herrera. El apellido ha quedado grabado en los títulos de la Catedral y en los expedientes de la iglesia del Pilar o del parque Lezama, y en la mayoría de las escrituras originales de tierras de los barrios de Recoleta, San Telmo, Barracas o La Boca. Este clan familiar, entroncado con gobernadores, militares, funcionarios, contrabandistas, obispos y hacendados, no tuvo descendencia y se extinguió en 1770 cuando murió soltera doña María Josepha Basurco y Herrera.


Por Maxine Hanon *
Orígenes familiares

La familia descendía, por vía materna, del general Juan Tapia de Vargas, un peninsular que había llegado a América en 1608 y al Río de la Plata en 1613. Mientras actuaba en diversos cargos como teniente general de gobernador, oficial de la Inquisición, justicia mayor o alférez real, el general iba recibiendo mercedes en tierras y amasaba una cuantiosa fortuna que incluia cincuenta y cuatro esclavos. Tanto que en pocos años llegó a ser uno de los vecinos más ricos de la aldea de La Trinidad. Y si bien tenía un enorme prestigio, tuvo también sus detractores. Así, Hernandarias lo condenó por contrabando y un hijastro lo acusó de robar su legítima herencia de Leonor de Cervantes -la rica viuda de Bracamonte con la que se había casado en esta ciudad- diciendo que al tiempo de su matrimonio tenía tres mil pesos que había perdido en el juego la noche anterior a la boda. En fin, rencillas de pequeña aldea que el influyente Tapia de Vargas logró resolver con éxito.

Habiendo enviudado de doña Leonor, casó en segundas nupcias con doña Isabel de Frías Martel, hija del gobernador del Paraguay Manuel de Frías y de Leonor Martel de Guzmán. Isabel descendía de los primeros pobladores de Buenos Aires, siendo nieta de aquel don Gonzalo Martel de Guzmán, hidalgo y noble, a quien Garay, en el acto de fundación, designó primer alcalde de segundo voto.

No tuvo hijos, pero educó prolijamente a las cuatro hijas que quedaron del primer matrimonio de Tapia: Isabel, a quien desposó con don Felipe de Herrera y Guzmán para procrear dieciocho hijos; Josepha y Leonor, destinadas a monjas del monasterio de Santa Teresa en Córdoba; y Juana, que casó con el Oficial Real Agustín de Lavayén y fue madre de María, casada a su turno con el toledano Juan de Herrera Hurtado.

Juan Tapia de Vargas murió allá por 1644. Isabel de Frías Martel lo sobrevivió treinta y cinco largos años, pero al parecer no se dedicó a vestir santos sino que siguió los pasos de su difunto marido, convirtiéndose en una notable empresaria que administraba personalmente sus cuantiosos bienes -propios y heredados de su esposo- que incluían cinco suertes de chácras en los Montes Grandes (comprendiendo el hoy barrio de Recoleta), varias manzanas en el alto de San Pedro, tierras de ensenada junto al Riachuelo y vastísimas estancias pobladas de hacienda tanto en Jujuy como en Buenos Aires. El historiador Gammalsson da como ejemplo de su actividad un contrato de fletamento que concertó en 1653 para el traslado de unas diez mil cabezas de ganado desde sus estancias de Buenos Aires a las de Jujuy. (1)

En sus últimos años, Isabel vivió en la casona familiar a espaldas de la Catedral (San Martín y Bartolomé Mitre) con su nieta política María de Lavayén y su marido Juan de Herrera Hurtado (2). Y fue la madrina de la primera hija del matrimonio, Juana, nacida en 1672. Después vendrían varios niños más (3), pero a la hora de hacer testamento en 1679 doña Isabel instituyó como única heredera a Juana de Herrera Hurtado y Lavayén a quien benefició por ser su ahijada de bautismo y confirmación "y por el mucho amor que le tengo". (4)

Las propiedades heredadas por la pequeña pasaron a ser administradas por su padre, Juan de Herrera Hurtado, albacea de la testamentaria, quien las incorporó al paquete de sus ya cuantiosos bienes familiares, olvidando con el tiempo que ciertas propiedades pertenecían a una sola de sus hijas, por derecho propio.

La herencia de Juana de Herrera

Juana de Herrera y Lavayén era muy chica cuando la fortuna golpeó a su puerta sin que ella lo supiera. Tenía siete años, muchos hermanos y un recuerdo borroso de "madrina", aquella anciana dulce recluida en las alcobas más silenciosas de la casa de la Catedral.

Como el dinero era cosa de "grandes" -y especialmente de hombres-, en casa de los Herrera los niños jamás vieron una moneda, salvo aquellos reales que justamente "madrina" les entregaba en gran ceremonia el día de su santo: "para su dote, m'hijita". Por eso, el día que Padre la notificó formalmente que el capitán de caballos coraza don Francisco de Basurco sería su esposo, Juana también se anotició a medias de que ella era la heredera de la borrosa anciana de su infancia.

Así, en 1697, recibió en dote y "en satisfacción de la herencia que le dejó Doña Isabel Martel" (5) $ 9.805 y 6 reales en diversos bienes, incluyendo la mitad de la casa familiar, unas 1.400 mulas, alhajas, muebles, telas, alfombras, vajilla, ropa y esclavos, pero ninguna suerte de chacra ni estancia. Vale aclarar que la falta del señor Herrera Hurtado no era demasiado grave porque en aquel tiempo valían mucho más los ganados, una casa o bienes muebles que chacras y estancias.

Pocos años después, fallecía Herrera Hurtado y el remanente de las propiedades se repartió entre todos los hijos. Juana recibió "dos suertes de tierras en el paraje que llaman Los Ombúes, media legua río arriba de esta ciudad” (6) (hoy Recoleta) y su hermana menor -Gregoria-, casada con don Fernando de Valdés e Inclán (7), recibió en dote y herencia trescientas varas de tierra en lo que había sido la quinta suerte de chácara en el repartimiento de Garay. Fue este matrimonio, con el beneplácito de toda la familia, quien autorizó allá por 1708 que en el monte más alto de sus tierras silenciosas y apartadas se instalaran los frailes recoletos, recién llegados al país.

El reclamo de los bienes

Nuestra Juana recién comenzó a indagar en el asunto de su herencia luego de las muertes de su padre y de su marido, que falleció en Salta en 1712. Del brazo de su hijo mayor -Juan Francisco- visitó notarios, revisó testamentos y papelería, y finalmente inició expediente para que el Cabildo la declarara heredera universal de Isabel de Frías Martel. Supo entonces que la amable anciana de su infancia había sido una de las mujeres más ricas del pueblo.

Le tocó por tanto la difícil tarea de reclamar a hermanos y demás deudos los bienes mal heredados. Recuperó varios inmuebles, pero no la cría del valiosísimo ganado, ni las ricas telas que vestían a sus hermanas ni las alhajas con que se adornaba toda la familia. Tampoco recuperó -ni quiso- las tierras maldonadas por su hermana Gregoria a los recoletos, pero éste fue un asunto que trajo larga cola porque medio siglo después el albacea de su hija cedería el derecho sobre aquellas tierras a un abogado astuto, don Facundo de Prieto y Pulido, quien logró despojar a los frailes de la mayoría de sus terrenos. Vale aclarar que las tierras pertenecientes al convento de los Recoletos comprendían una enorme fracción aproximadamente ubicada entre las actuales calles Libertador, Junín, Arenales y Azcuénaga; y que luego de un larguísimo juicio se redujeron a lo que hoy conocemos como iglesia del Pilar, Centro Cultural y cementerio de la Recoleta.

Lo cierto es que a su muerte, en 1740, doña Juana de Herrera dejó a sus cuatro hijos la casa de la Catedral, compuesta de doce cuartos y dos salas, varias estancias en los Arrecifes que sumaban unas veinticuatro leguas de frente, numerosos terrenos en el Alto de San Pedro (incluyendo el que hoy corresponde al Parque Lezama), unas ochocientas varas de frente en el Riachuelo, 16 esclavos, muebles, plata labrada, joyas y las cinco suertes del Monte Grande, ya por entonces conocido como el "paraje de la Santa Recolección". De acuerdo con las costumbres de la época, Juana dispuso por testamento mejorar a su única hija, María Josefa, con un tercio y el remanente del quinto de sus bienes.

La tasación de los bienes sucesorios muestra algunos datos interesantes sobre los valores económicos relativos de mediados del siglo XVIII: las tierras de estancia en los Arrecifes fueron valuadas en total por algo más de 43.000 pesos. Las cien manzanas actuales, poco más o menos, que le quedaba a la sucesión en el actual barrio de la Recoleta, se tasaron en 600 pesos. Las tierras para chacra al sur de la ciudad, junto al Riachuelo, tenían un valor equivalente a las del norte. La casa familiar se tasó en $ 7.500. Los esclavos, dependiendo de sus edades y condiciones, se valuaron entre $ 150 y $ 300 por cabeza (salvo una mulatilla sorda y muda de unos 12 años cuyo valor se fijó en $ 50). Entre los bienes muebles, la cama de jacarandá de doña Juana se tasó en $ 150, un par de zarcillos con cruz de diamantes, en $ 40, y los doce cojines de terciopelo en $ 60. Aunque debemos tener en cuenta que estos valores no son precios de venta sino tasaciones a los efectos de una adjudicación de bienes, no cabe duda de que en 1745 pocas cosas tenían menos valor en Buenos Aires que un terreno despoblado en el actual barrio de la Recoleta.

Los Basurco y Herrera

Juana de Herrera Hurtado y el vasco Francisco de Basurco (8) tuvieron cinco hijos (uno muerto en la infancia). Vivían en la vieja casa de los Tapia de Vargas a espaldas de la Catedral, sobre la calle de la Compañía (San Martín) donde hoy está el presbiterio de la iglesia. La propiedad constaba de doce cuartos y dos salas, adornados con muebles de jacarandá, cuadros religiosos enmarcados en plata labrada, colgaduras de damasco y cojines de terciopelo con franjas de oro. Como la importancia de las familias de aquel entonces se medía en número de esclavos, destaquemos que en 1744 vivían en aquella casa veinticinco esclavos y veinte agregados.

El mayor de los hijos, Juan Francisco, fue militar, funcionario del Cabildo, empresario y posiblemente el hacendado más importante de su época (9). Murió soltero en 1754, dejando como herederos a sus hermanos Joseph Antonio y María Josepha.

El segundo, Joseph Antonio, nacido el 2 de junio de 1705, doctorado en cánones y leyes en la Real Universidad de San Javier de Chuquisaca, fue abogado y luego trocó la toga por el hábito. Su carrera sacerdotal culminó en 1757, cuando fue designado obispo de Buenos Aires, cargo que ejerció recién en 1760 y sólo hasta 1761, cuando murió en la casa de los obispos. Recordado por su generosidad, fue gran propulsor de la Catedral, a la que dejó sus bienes (10) y amplió con los terrenos de la casa de sus mayores (11). Como curiosidad, agregamos que entre sus legados testamentarios a nuestra Catedral figuran dos negros clarineros, Andrés y Juan, con cargo que los días jueves tocaran los clarines durante la misa del Santísimo Sacramento.

El tercer hijo de doña Juana, Miguel Antonio, se doctoró también en leyes y cánones, actuando como cura de Arque en la provincia de Cochabamba.

La cuarta y única hija del matrimonio fue María Josefa, que nunca se casó, porque no hubo candidato aceptable, porque debió cuidar de su madre o simplemente porque se le fue pasando la hora. Soltera quedó y, como corresponde, se dedicó a vestir santos. Según una resolución de diciembre de 1749, el Cabildo le confirió el alto honor de vestir al santo patrono para la fiesta de San Martín de Tours (12). Soltera, muy rica y muy relacionada con los quehaceres de la vecina Catedral de Buenos Aires, seguramente llevaría una vida monótona entre misas, novenas, santos y obras de caridad.

Después de la muerte de su hermano mayor, María Basurco debió dejar las novenas para ocuparse de sus propios bienes y de los negocios que había dejado Juan Francisco. Fue entonces cuando apareció en su vida un personaje que la subyugaría para siempre: el señor doctor Juan Baltasar Maziel, santafesino, sacerdote, abogado v hasta poeta.

El señor doctor don Juan Baltasar Maziel

Veamos quién fue este señor a quien la Basurco llamaba "hijo" y que tuvo una notable influencia en Buenos Aires entre 1760 y 1780. Si nos guiamos por lo que de él escribieron el Deán Funes, Juan Probst, Juan María Gutiérrez o Ricardo Piccirilli (13), diremos que nació en Santa Fe en 1727, en una familia de antiguo linaje; que fue educado por los jesuitas con una sólida base humanística; que cursó estudios universitarios en Córdoba, distinguiéndose por su talento y su virtud; que se doctoró en leyes en Santiago de Chile; que en Buenos Aires intervino como brillante abogado en los asuntos permitidos a los sacerdotes, llegando a ser el hombre de consulta de las autoridades civiles, eclesiásticas y de los particulares; que fue designado en altos cargos eclesiásticos por los obispos Marcellano, Basurco y De la Torre, su amigo y protector; que tuvo una influencia decisiva en los negocios de la Iglesia entre 1766 y 1776; que fue cancelario y regente de los reales estudios en el Colegio de San Carlos y gran propulsor de los estudios superiores en Buenos Aires, en cuyo Real Colegio Convictorio Carolino enseñó y gravitó por su saber y el ejemplo de su vida. Que, en fin, fue el maestro de la generación de Mayo.

Si, en cambio, le creemos al padre Guillermo Furlong, que investigó su vida y obra, deberemos decir que: "Sus contemporáneos, por intereses y compromisos del momento, exaltaron la figura de este sacerdote y, aun hoy día, hay quien se hace eco de aquella nombradía sin fundamento y de aquella gloria sin base, pero la figura de Maziel es desagradable y su acción es tortuosa e intrigante. Lejos de haber sido 'el maestro de la generación de Mayo', como pomposa y gratuitamente se le ha tildado, apenas llegó Maziel a ser uno de los tantos maestritos, sin ideas firmes, sin línea de conducta rectilínea, sin ambiciones fuera de las exclusivamente personales. Talento no le faltaba y tuvo oportunidades de hacer uso del mismo, pero su pereza intelectual le dominó, a una con su afán de figuración". (14)

Después de analizar sus escritos, continúa el padre Furlong, "...un orgullo incontenido lo llevó a malquistarse la voluntad de todos los hombres de valía, y su espíritu inquieto y camorrero le llevó al lado de todos los hombres más impopulares que hubo en el Río de la Plata. Aunque el hecho de ser santafesino y el haber sido discípulo de los jesuitas y amigo de Francisco Javier Iturri, nos inclinaba a simpatizar a priori con Maziel y a buscar cómo justificar sus errores, hemos preferido exponer la verdad: en su vida inquieta, filibustera e indisciplinada, no tuvo paz consigo ni con los demás, y así esterilizó los grandes dones con que la naturaleza le había dotado". (15)

¿Pero qué tiene que ver el doctor Juan Baltasar Maziel con Basurco? Veamos. Cuando llegó a Buenos Aires, allá por 1756, era un joven y desconocido doctor en leyes y cánones a quien la Real Audiencia de La Plata le había permitido ejercer la abogacía en los asuntos permitidos a los sacerdotes: asuntos de la Iglesia y defensa de los pobres. Ya instalado en nuestra ciudad, y reconocido su título por el Cabildo, Maziel se dedicó a ejercer su profesión y no precisamente con los pobres sino con personas acaudaladas, como María Josefa Basurco, que le confió sus cuantiosos asuntos como administrador y abogado.

Muchos años después, el comerciante Domingo Belgrano Pérez atestiguaría en un juicio que cuando visitaba a su compadre, el Dr. Maziel, éste solía decirle que estaba ocupado con los asuntos de María Basurco, y que las defensas de Maciel le redituaron a la Basurco posesiones de "bienes considerables, de que carecía antes de la enunciada defensa, subsistiendo después en una opulencia tal que se consideraba en su clase la más acomodada de esta ciudad". (16) A su vez, Josefa Aldao de Lavardén atestiguaría en 1792 que "Doña María Basurco debería el goce de mucha parte de su caudal a la literatura, valimiento y extraordinaria diligencia del finado Maciel". (17)

En un principio estas defensas indebidas -y apasionadas- le acarrearon sanciones y lo obligaron a refugiarse temporariamente en Santa Fe. Al volver a Buenos Aires quiso conquistar la silla magistral de la Catedral que se encontraba vacante y falló en su intento, pero logró que el obispo Marcellano y Agramont lo nombrara examinador sinodal. Mientras tanto seguía ocupándose de los asuntos de María Basurco -a quien ya llamaba "madre"- y ella en retribución le pagaba sus viajes, lo vestía y lo alimentaba. Belgrano Pérez decía que Maziel frecuentaba la casa de la Basurco "como si fuese la suya propia" (18) y cuando lo encontraba en la calle solía decir “vengo de ver a mi madre". En su mesa Maziel conoció e intimó con todos los grandes señores de la época, como los Altolaguirre, los Basavilbaso, los Lavardén, los Warnes o los Azcuénaga. Fue doña María quien lo recomendó a José Antonio Basurco cuando éste llegó a Buenos Aires en 1760 para asumir su cargo de obispo. A partir de entonces la carrera de Maziel fue consolidándose hasta llegar a ser la mano derecha del obispo De la Torre, con el pomposo título de examinador de Cánones y Leyes de la Real Universidad de San Felipe del Reyno de Chile, abogado de su Real Audiencia y de la de Charcas, comisario del Santo Oficio de la Inquisición, canónico magistral de la Santa Iglesia Catedral, provisor vicario, y gobernador general del Obispado del Río de la Plata en Buenos Aires.

En 1760, cuando María Basurco cedió la casa familiar a la Catedral, retuvo un terrenito de su fondo sobre la hoy Bartolomé Mitre, donde levantó una casa para que allí viviera con comodidad su querido Maziel. Ella se mudó a otra residencia sobre la misma calle de la Catedral, situada una cuadra hacia el norte, que había sido la última morada de sus tíos Gregoria de Herrera y Fernando de Valdés e Inclán.

Entre los muchos regalos que María Josefa Basurco hizo a Maziel hubo uno muy especial: la cuadra frente a la Plazuela del Convento de los recoletos, entre las hoy Quintana y Alvear, con barranca y vista al río. No una cuadra cualquiera sino justamente aquélla que desde antaño los frailes le venían pidiendo para ampliar su plazuela.

Maziel zanjó la propiedad y comenzó a construirse una casa; el síndico de los recoletos le respondió con un juicio de límites. Maziel contrató entonces los servicios de su amigo el procurador don Facundo de Prieto y Pulido a quien, luego de la muerte de María Josepha, le pagó con el derecho sobre todas las tierras que ocupaban los recoletos, y todos juntos iniciaron el pleito más escandaloso del siglo XVIII, que duró treinta largos años.

La herencia de doña María

La anciana doña María Josefa de Basurco y Herrera no ha dejado retrato para la historia. Sin embargo, podemos imaginarla una matrona morena, alta, erguida, severamente vestida de negro y acostumbrada a ser llamada "Mi Señora doña María", la que manda.

En 1770, año de su muerte, su última morada de la calle de la Catedral a dos cuadras del Fuerte, era un santuario poblado de imágenes ricamente ataviadas y retratos de santos encuadrados en marcos de plata labrada. Su mesa, servida por esclavos de punta en blanco, era pomposamente presidida ya por el Obispo de la Torre, ya por el poderoso doctor don Juan Baltasar Maziel, que la llamaba "madre". A su diestra solían sentarse los Ministros Reales y los grandes señores de su época, como los Altolaguirre, Basavilbaso, Medrano o Lavardén.

Jamás estaba sola: además de los curas que gozaban de sus generosos favores y aguardaban sus promesas de capellanías, rodeaba su vejez una legión de parientes y amigas que con el pretexto de cuidarla espiaban las libretas donde ella prolijamente anotaba, desanotaba, agregaba y tachaba los legados que cada uno recibiría después de sus días. Y en las cocinas su ama de llaves, la parda Escolástica, y un enjambre de criados, que habían nacido en la familia, cuchicheaban sobre a quién no y a quién sí le tocaría la libertad, acompañada si acaso de un terrenito.

Murió doña María el 24 de octubre de 1770 (19) y todos recibieron algo, pero nadie obtuvo demasiado. Es que la misma noche en que la velaban, mientras las lloronas hacían su trabajo a la luz de los cirios iluminados en candelabros de plata labrada, el doctor don Juan Balthasar Maziel se presentó con un par de morenos para poner las cosas en su lugar: retiró de la casa la caja de fierro que guardaba los sacos de dinero, las alhajas familiares y los títulos de propiedad y se los llevó a su propia casa, aquella que le había regalado "la Señora".

Las exequias de la Basurco fueron, por supuesto, grandiosas. Acompañaban al féretro las cruces de San Francisco, Santo Domingo, Monserrat, San Nicolás, la Piedad, Concepción, la Merced; y en su entierro cantaron las comunidades enteras de dominicos y betlemitas. La sepultaron en San Francisco, y mientras su alma -única heredera universal- iba ascendiendo a los cielos, en la tierra se rezaban cientos de misas diarias por su eterno descanso.

El albacea Maziel pagaba las misas y repartía entre las iglesias -en nombre de su santa madre, ¡Dios la tenga en su Gloria!- cadenas de oro y de nácar, cruces con diamantes, rosarios con cuentas de oro y borlones de perlas y zarcillos de oro para adornar a Nuestras Señoras; varas de tisú de plata y de brocado azul para vestir a las santas; piezas de plata para coronar las sagradas imágenes; sortijas con brillantes y perlas para la custodia del Santísimo Sacramento; y, por fin, espejos, alfombras, marcos de plata y arañas de cristal para iluminar las oscuras iglesias.

Los parientes, amigos y criados se quedaron sin alhajas, pero recibieron sus piezas de plata, legados de dinero y tierras. Porque tierras eran lo que le sobraba a la difunta y muchos pudieron hacer alarde de las quintillas que en las inmediaciones de la Recoleta les había dejado doña María, que en paz descanse. El legado mayor se lo llevó el notario ecle¬siástico, don Antonio de Herrera y Caballero, en nombre de sus hijas y cuñadas, las señori¬tas Izaguirre, sobrinas lejanas de la difunta, que recibieron buena parte de las tierras que Basurco había dejado en el sur y norte de la ciudad.

Con la muerte de María Josefa se extinguió la familia Basurco y Herrera, a la que Buenos Aires le debe buena parte de su Catedral y, de alguna manera, la iglesia del Pilar y el Conven¬to y cementerio de la Recoleta.

Notas:

1 Gammalsson, Hialmar Edmundo, Los Pobladores de Buenos Aires y su Descendencia, M.C.B.A, Secretaría de Cultura, Buenos Aires, 1980, pág. 128.

2 El capitán Juan de Herrera Hurtado, natural de Toledo, España, era hijo de Pedro Herrera y Moncada y Juana de Herrera.

3 En su testamento del 19.9.1696 Juan de Herrera Hurtado menciona como sus hijos y herederos a Pedro, Agustín y Nicolás, Juana (bautizada el 19.2.1672), Isabel, Gregoria, Juana María, Margarita y Lucía. (AGN, IX 48-8-3, fs. 501 vta.).

4 Testamento del 9.3.1679 ante el escribano Juan Méndez de Carvajal (AGN, IX 48-6-8, fs. 29).

5 AGN, IX 48-8-4, fs. 39.

6 AGN, Testamentarias N° 4300, testamentaria de Francisco Basurco, inventario de 1713.

7 El capitán de caballos coraza Fernando Miguel Basilio de Valdez e Inclán nació el 28.9.1683 en Baesa, Jaén, España. Murió en Buenos Aires en octubre de 1743. Fue enterrado en la iglesia del Pilar (AGN, testamentaria N° 8732).

8 Francisco Basurco, natural de la Villa de Motrico, provincia de Guipúzcoa, hijo del capitán Francisco Basureo e Ibarra y de María Tomasa de Isago y Gamboa.

9 Explotaba las estancias familiares de Arrecifes. En 1740, se inventariaron allí 5.590 animales, dejándose constancia que el resto del ganado no se pudo reunir por el acecho de la indiada (Testamentaria Juana de Herrera, AGN, N° 6369) El Tte. Cnel. J. F. Basurco murió en junio de 1754. Por testamento donó sus estancias de los Arrecifes a los jesuitas.

10 El obispo Basurco y Herrera murió el 5.2.1761, siendo sepultado en la Catedral, capilla de la Señora del Carmen. Dejó como única y universal heredera a la iglesia Catedral, para ayudar a su fábrica. El legado no incluía su parte de herencia sobre la testamentaria de Juan Francisco Basureo, por tener ésta otros destinos. Por testamento fundó una capellanía de 3.000 pesos para hacer una fiesta anual con novena en la Catedral, comenzando el domingo anterior al día de la Santísima Trinidad. (Registro N° 2, 1761, fs. 3, 6.1.1761; fs. 266, 29.12.1761).

11 El inmueble de 40 varas de frente, fue cedido a la Catedral por María Josepha Basurco a instancias de su hermano el obispo quien pagó parte, del precio de $ 10.000, según documentación obrante en la testamentaria de María J. Basurco (AGN, N° 4304).

12 Actas del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, años 1745-1750, 2.12.1749.

13 Citados por Ricardo Piccirilli en Diccionario Histórico Argentino, Vol. V, Bs. As., 1964.

14 Guillermo Furlong Nacimiento y desarrollo de la Filosofía en el Río de la Plata, págs. 430-431; ver también Cayetano Bruno Historia de la Iglesia en
la Argentina, Bs As., 1970, T. VI págs. 257, 262, 289,319-320.

15 Furlong, op. cit., pág., 439. Maziel terminó sus días en Montevideo, donde lo había desterrado el virrey Loreto después de una de sus famosas intrigas. Allí murió el 2 de enero de 1788, dejando en Buenos Aires una de las bibliotecas más completas de la era colonial.

16 Testamentaria M. J. Basurco, 163 a 167 vta (AGN, N° 4304).

17 Ibidem, fs. 1 67 vta a 171 vta.

18 Ibidem, fs. 163 a 167 vta.

19 Otorgó poder para testar el 27.9.1770, gravemente enferma, ante el escribano José Zenzano, a Maziel, Domingo Alonso de la Parrota y al presbítero Juan Cristófomo de Suero, su sobrino. Años después Suero inició juicio contra la testamentaria de Maziel, reclamando algunos bienes de la Basurco, como la casa de la hoy calle B. Mitre donde vivió Maziel hasta su destierro.

* Este artículo fue publicado en “Historias de la Ciudad - Una Revista de Buenos Aires” (N° 17, Setiembre de 2002),

Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires. Venezuela 842,
CPA C1095AAR - Buenos Aires, Argentina - 4338-4900 interno 7532



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