sábado, septiembre 19

La princesa italiana que dejó todo y vive en San Isidro
Jorge Fernández Díaz
LA NACION


Isabella en su casa de San Isidro contemplando un retrato de cuando era princesa en su castillo de Italia

Cuando un oficial alemán le ordenó al padre de Isabella que se entregara, el general italiano se llevó una mano a la funda donde guardaba su pistola Beretta y gritó: "¡Un Gonzaga no se rinde nunca!". Fue entonces cuando lo barrió una ráfaga de ametralladora.

Aunque no lo parezca, ésta no es una historia de guerra, sino de amor, y la princesa Isabella no vive en su palacio de Piacenza, sino en un departamento de San Isidro.

Los Gonzaga tienen más de siete siglos y forman una noble familia italiana de guerreros, estadistas y mecenas: reinas, emperatrices del Sacro Imperio Romano Germánico, príncipes, condes, barones, duques y marqueses. Una Gonzaga fue pintada por Tiziano y su retrato cuelga en el Museo del Prado. Otro fue santo: San Luis de Gonzaga, patrono de los estudiantes. Una Gonzaga crió a uno de los Borgia.

Setecientos años de sangre azul corren por las venas de Isabella Gonzaga, esta simpática y campechana mujer que cena una sopa Quick en la sala de una casa de Victoria, donde ha venido a contarme su renuncia a la nobleza, su largo y agridulce romance y su viaje al fin del mundo.

El abuelo de Isabella se llamaba Mauricio y es considerado, aún hoy, uno de los grandes héroes italianos de la Primera Guerra Mundial. Después de gestas legendarias, de heridas y medallas de plata y oro al máximo valor, y de su lucha en el invierno del cólera, ese Gonzaga condujo la conquista del Monte Vodice, en 1917, contra el cansancio de sus propias tropas y la eficaz artillería austríaca. Fue un triunfo a sangre y fuego, y el abuelo siguió combatiendo todavía en otras batallas. Una lluvia de esquirlas le voló la mano derecha y aun así continuó su carrera llena de hazañas y reconocimientos, siempre respondiendo a su rey y en tensión con el fascismo. Fue el rey quien lo nombró marqués de Vodice, aunque ya tenía para entonces varios títulos de similar porte y brillo.


Su hijo Ferrante, el padre de Isabella, era coronel cuando el marqués de Vodice moría. Y siguiendo la tradición había combatido en muchos lugares, como en Africa y Albania. Nueve meses después de que la princesa Luisa Anguissola diera a luz a Isabella, el hijo de Mauricio había ascendido a general y defendía la costa de Salerno, cuando un pelotón nazi se presentó en la gruta donde los italianos habían establecido su estado mayor. El oficial alemán también era noble y lo había conocido a Ferrante en Berlín. Le explicó que los tanques alemanes lo rodeaban y que tenía orden de disparar si se resistía. Luego de acribillarlo a balazos lo dejaron tirado en el interior de esa cueva, y la madre de Isabella estuvo todo un año sin saber si su marido había sido tomado prisionero o si efectivamente había muerto.

Roma era un lugar peligroso. Fue en ese momento en el que se llevó a cabo la Masacre de las Fosas Ardeatinas, donde tuvo un oscuro protagonismo Erich Priebke. No era un sitio seguro para la esposa de un enemigo, ni para sus hijos. Intervino discretamente el Vaticano, e Isabella junto con sus dos hermanos y su gobernanta fueron ingresados, en carácter de pupilos, a un jardín de infantes. Y la princesa Luisa viajó en busca de sustento y refugio a Piacenza. Más tarde se enteró a través de la radio que un grupo de trabajadores, cavando una zanja, había descubierto el añejo cadáver del general y debió viajar a reconocerlo.

Isabella recuerda su vida de princesa en Roma. El miedo que le daban los cascos alemanes. Sus juegos en las playas, dentro de búnkeres antiaéreos. Y después, cuando terminó la guerra, las largas temporadas en un castillo de la familia construido en el 1200, que tenía cuatro torres redondas y un puente levadizo. Y también los veranos que pasaba en otro palacio del 1400, hecho en forma de U, con tres pisos, lleno de muebles antiguos y objetos preciosos.

La gobernanta la ayudaba a vestirse y a estudiar, la peinaba y la acompañaba a todos lados, le enseñaba el protocolo y le marcaba los errores. "Acuérdense que ustedes son príncipes Gonzaga", les decía su tía en las rondas de entrecasa. Y en las fiestas estaban en el ojo de la tormenta: el mundo miraba los mínimos gestos de la nobleza, y ellos debían guardar las formas en todo momento.

La princesa Isabella era de una belleza majestuosa, una mezcla de Grace Kelly y Catherine Deneuve. Tuvo su fiesta de 15 años en el Gran Hotel de Roma. Asistieron figuras de la aristocracia europea, y en sucesivos bailes debió cuidarse mucho: los galanes la perseguían día y noche, y había que mantenerlos a raya.

Tuvo con uno de ellos una galantería y apareció ese mes en una revista del corazón. En una recepción de la caballería, dos húsares que también eran príncipes trataron de tocarla bajo la mesa y ella tuvo que sacarlos carpiendo y volvió a casa llorando. Se enamoró de un joven de 17 años que tiraba piedras a su ventana, y mantuvo un largo romance a espaldas de su madre, que lo desaprobaba porque era hijo de dos divorciados. A los dos años y medio, Isabella le preguntó si se iba a casar con ella. El muchacho le respondió que tenía que pensarlo. Después la llamó por teléfono y le dijo: "Te quiero mucho, pero le temo al matrimonio". Isabella le respondió: "Te veo en una hora en tu garaje". Isabella llegó y lo llenó de bofetadas, regresó luego a casa y se emborrachó con una botella de vodka.

Llevaba una vida aburrida y severa, entre oropeles y algodones, marcada por los deberes y pareceres, en castillos como jaulas, en ambientes teatrales. Máscaras de una vida triste y vacua. Se fue a esquiar a Suiza y en Saint Moritz conoció a Hans, el hijo de un alemán que para no vestir el uniforme nazi había huido a la Argentina.

Que había empezado de abajo, desde el Hotel de Inmigrantes, y que había sido tendero de una ciudad inimaginable para la princesa: Rosario. Luego había ascendido, sin ni siquiera ser contador, hasta llegar a ser gerente financiero de una empresa y hasta miembro del Banco Mundial. Hans era un rubio bronceado de ojos celestes, ingeniero industrial recibido y turista primerizo en esas pistas. Isabella lo conoció en el hospital local: él se había clavado un bastón y ella tenía una infección en el labio. Algunas mañanas después, él se ofreció a cargar con sus esquíes. La derritió con sus silencios, en esos diez días en los que por primera vez en toda su existencia no había vigilantes, ni gobernantas ni nada arreglado. La libertad parecía maravillosa y aquel hombre, un dios rubio.

Cuando las vacaciones terminaron, Isabella fue a despedirlo al andén. Hans caminaba de un lado a otro, nervioso por algo que ella no podía imaginar. Estaba cursando un máster en Alemania y tenía que partir ya mismo. Se separaron con un beso en la cara y él subió al tren y se asomó por la ventanilla. Su rostro estaba tenso y lívido. "¿Me tenés que decir algo?", le preguntó la princesa. "Te amo", le respondió él mientras arrancaba la formación. "¡Podrías habérmelo dicho antes!", le gritó Isabella y su voz se perdió, y se largó a llorar.

Quince días después Hans viajó a Roma y pidió permiso para sacarla a pasear. Pasearon de noche, comieron pizza y se sentaron en una ruina del Coliseo a ver la luna. Hans entonces le hizo una pregunta: "¿Te casarías conmigo?". E Isabella Gonzaga tuvo una arcada y vomitó la cena. "Qué bonito efecto que te produzco", le dijo el argentino.

Tardó otros 15 días en regresar a la capital de Italia. Isabella, completamente enamorada, comenzó a rezarle una novena a Santa Rita: "Que no se asuste, que no se asuste". Al llegar, el ingeniero pidió la mano, y la princesa Luisa, jefa de la familia, le hizo una pregunta sincera: "¿Y usted quién es?". Hans se quedó petrificado. El, en esos términos, no era nadie. Lo sometieron a un interrogatorio policial, y al final le dieron permiso para que los novios se vieran. En paralelo, Luisa pidió ayuda a la Nunciatura Apostólica, y los agentes de la Iglesia comenzaron a investigar a la familia de Hans. También intervinieron, en la pesquisa, tres ex embajadores argentinos ante el Vaticano. Los resultados fueron buenos: Hans era quien decía ser y no había nada oscuro ni inconveniente en la historia de sus padres.

Isabella y su madre viajaron a Alemania y allí se fijó la fecha de compromiso. "¿Querés un anillo?", preguntó el novio. No sólo correspondía un anillo; los ritos de la nobleza exigían una sortija de la familia. Como aquella familia argentinizada no tenía abolengo ni escudo, madre e hija fueron a una joyería y eligieron un zafiro. Hans tuvo que gastar todos sus ahorros y vender los esquíes, la afeitadora, la filmadora y la cámara de fotos para pagarlo.

Luego el novio fue recibido en el castillo de los Gonzaga. Allí lo encerraban, según la tradición, todas las noches en una torre para que no hubiera contacto carnal con la prometida. La torre se abría de mañana y se clausuraba al anochecer, cuando el sereno le decía al ingeniero: "Bueno, voy a cerrar". Y esperaba que se metiera solo en el cuarto.

La boda se llevó a cabo en el gran salón y hubo cuatrocientos invitados. Había diplomáticos, políticos, sacerdotes y toda clase de nobles, aunque algunos parientes se negaron a asistir al evento porque Hans era un plebeyo. Sirvieron trucha salmonada, y los recién casados escaparon después de las cinco de la tarde. Tomaron un helado en Piacenza, durmieron en Génova y recalaron en Portofino. Al ver por primera vez a un hombre desnudo, la princesa volvió a vomitar de los nervios. Su madre la llamó para preguntarle cómo le había ido. "Sos la misma estúpida de siempre", le respondió al enterarse. Luisa, que había contraído un matrimonio combinado, apostaba en su interior por aquellos jóvenes vírgenes e irresponsables.

Llegaron en barco a Buenos Aires en 1964. Isabella dejaba atrás su vida de princesa y comodidades, había renunciado a todo por amor, e iba a un país exótico y desconocido, donde ni siquiera tenía una amiga. Hans entró a trabajar en una fábrica de celulosa y los tortolitos ocuparon un departamento de dos ambientes en Zárate. La primera vez que el ingeniero partió hacia la fábrica, Isabella se puso a llorar. No tenía gobernanta ni mucama, no sabía cocinar ni usar la escoba, y jamás había vivido en un lugar tan estrecho. Enseguida le mandaron ocho cajones con cincuenta kilos de regalos de boda y tuvo que dejar todo en la Aduana porque no tenía dónde meterlos.

De Piacenza a Zárate, del palacio y el castillo al departamentito, de los lujos a la austeridad, de las ocupaciones principescas a los días vacíos en los que, como Penélope, aprendió a esperar y a tejer.

Esa fórmula signaría toda su coexistencia: Hans estaba obsesionado con el trabajo y ella se sentía eternamente abandonada. "Lo hago para darte lo mejor", se defendía Hans. Isabella se había convertido en una espartana: no necesitaba nada que no fuera la atención de su marido. Tuvieron hijos y, con los años, se mudaron primero al barrio de Belgrano y después a San Isidro. Pero la princesa sólo se sentía verdaderamente dichosa cuando Hans y ella se iban de vacaciones y podían estar juntos un largo tiempo. El resto eran paralelas que no se tocaban, una travesía de silencios e incomunicación. "Era tan bueno ?me cuenta en esta casa de Victoria, donde ahora está tomando un té?. Era tan bueno que no tuve corazón para hacerle el mal separándome".

Siente la princesa que libró una lucha contra el trabajo de Hans, y que ella perdió esa guerra. Hans, que era íntegro y amoroso, no sabía demostrar el amor. "Una vez, en la intimidad, le imploré que me dijera algo dulce ?me explica?-. ¿Algo dulce, algo dulce?, se preguntaba él, como desarmado. No sé: ¡Miel!" Era parco el ingeniero, muy poco demostrativo, y ella pasó años tratando de penetrar en la coraza de ese hombre que la amaba sin poder expresarlo. Cuando a los 65 años, con un cáncer de pulmón, estaba agonizando, él le dijo a ella algo extraño: "Qué linda familia que tengo". Isabella cayó de rodillas: había estado esperando más de treinta años ese simple veredicto. Al día siguiente Hans, el amor de su vida, murió. Y ella fue viuda para siempre.

Habían vivido juntos un atípico cuento de princesas, habían repechado la escalera de la vida y el dolor, y también habían sobrevivido, en la década del ?70, a la muerte accidental de una hija: Eleonora, de dos años, que cayó en una pileta de natación y se ahogó. Cuando estaban en el cementerio, aquel día tan lúgubre de 1976, y se abrazaban sin consuelo, Isabella había sacado de adentro el espíritu épico de su familia: "Hans, respondamos a esta muerte con más vida", le dijo. Y a los cuatro meses volvió a quedar embarazada.

El año pasado voló a Italia porque su madre cruzaba los últimos días. La princesa Luisa tenía 105 años, y se despedía acariciando su mano y diciéndole una y otra vez: "Isabella, Isabella". Fueron dos funerales fastuosos. El alcalde de Roma envió flores y condolencias, y los acompañó en las exequias la princesa India, que es hija del rey de Afganistán. También cardenales, nobles y empresarios. Después viajaron con el ataúd a Piacenza y le dieron la última misa en el mismo lugar donde Isabella se había casado con Hans. Finalmente, la colocaron en la cripta familiar, donde Luisa comparte la eternidad con sus gloriosos antepasados. Isabella había elegido otra vida y otro país. Podría haber pertenecido incluso a la elite de Buenos Aires, pero se había negado. Prefería aquella clase media, donde había criado a sus cinco hijos y donde había formado amistades profundas, libres de todo interés.

Cuando volvieron del sepelio, Isabella y sus primos se reunieron en el castillo y recordaron entre esos muros solemnes los viejos tiempos. La princesa estaba apenada y venía del llanto, pero sentía una extraña paz interior. Ahora tenía que seguir adelante. Como siempre. Una Gonzaga no se rinde nunca.
El personaje
ISABELLA GONZAGA
Abandono la nobleza por amor a un argentino

Quién es : la princesa de una de las familias más importantes de la nobleza europea. Su padre y su abuelo fueron grandes héroes de la Primera y Segunda Guerra mundiales.

Qué pasó : conoció a un ingeniero argentino en Suiza y abandonó los castillos y palacios para venirse a vivir en un departamento de dos ambientes en Zárate.

Su familia : tuvo seis hijos. Ferdinando, Maximiliano, Federico, Eleonora, Josefina y Diego. Eleonora murió a los dos años ahogada en una pileta de natación.

Fuente:http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1176389

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