miércoles, septiembre 16
Los Conventillos de Buenos Aires
“A mediados del siglo XIX La Boca era un poblado de campo abierto y escasas viviendas que se desplegaban desde el Riachuelo (...) F. Latzina le reconocía ya una función activa de afirmar que “ es el barrio marítimo de la ciudad”, y añadía “Sus casas de madera situadas en terreno anegadizo, se han edificado sobre postes de un metro y más de altura, a causa de las inundaciones”..
Diseminados hacia el sur capitalino; vivienda -otra no quedaba- para los excluidos sociales a partir de 1860, fue el habitáculo permanente donde se hacinaban las misérrimas almas que caerían por ser pobres en las sucesivas epidemias de tifus, cólera y la peor de todas, la de fiebre amarilla de 1871.
Buenos Aires y Rosario se llenaron de personas que hablaban distintos idiomas: italiano, idish, francés entre otros. Incluso los italianos impusieron el cocoliche, un dialecto entremezclado con voces del sur de Italia y un esforzado castellano.
Los que vinieron eran primero las personas corridas por la persecución social o política en sus respectivos países de origen. Llegaban desde los más recónditos lugares y había que alojarlos en alguna parte.
Así surgió el "Hotel del Inmigrante", un caserón inmenso donde por las noches recibía la visita de roedores y alimañas que hacían del lugar el propio y la despensa en donde se almacenaba el alimento -porotos o alguna otra legumbre- que harían las veces de alimento para el aguado e inspído guiso que comerían los infortunados habitantes al día siguiente.
En verdad la Ciudad no estaba preparada de ninguna manera para recibir tamaño contingente de desheredados y sueltos de la mano de Dios. Muy distinta a la que observamos hoy, sus límites llegaban hasta la actual Avenida Callao hacia el Oeste, el Riachuelo hacia el Sur, siendo muy posiblemente la actual casa Rosada su límite norte.
Había que buscar una solución a tanta improvisación de aquellos que se reunían en el Club del Progreso ubicado donde hoy está la Legislatura porteña, ex Concejo Deliberante, y en donde los preclaros dirigentes de entonces, como ahora, decidían entre unos pocos lo que les convenía a todos repartiéndose diputaciones, senadurías o ministerios.
La solución fue la remodelación de las viejas casonas coloniales, inmensas en metros cuadrados. Su refacción en infames cuartuchos, algunas veces hasta de madera o chapa, de cuatro metros por costado -cuanto más mejor resultaba el rédito al capital empleado y arrendarlos a los infortunados inquilinos de aquel infame Hotel de Inmigrantes.
Aún hoy podemos observar en el La Boca aquellos conventillos de madera y chapa y no por casualidad la primer dotación de Bomberos voluntarios nació en este barrio.
A nuestros abuelos y bisabuelos los trajeron con engaños. Les prometieron poco menos que el paraíso y acá se encontraron poco menos que con el infierno. ¡Otra cosa no eran esos infames cuartuchos que de tanto en tanto se incendiaban!
En éstos mismos se hacinaban no menos de cuatro o cinco personas, se cocinaba con braseros, se hacían las necesidades en horas de la noche y no faltaba la oportunidad donde se alojaba alguna mascota traída por solidaridad al verlo tirado por la calle. Tampoco faltaba la ocasión que se alquilara la cama por horas conviviendo con la familia que había arrendado la habitación.
Habitaban esos conventillos los más pobres entre los pobres, los más excluidos entre los excluidos en una ciudad sin la más mínima medida higiénica en las calles. Si bien en la zona céntrica las calles se alisaban con desperdicios y basura, en las cercanías del Riachuelo directamente no se alisaba y era común que la basura se amontonara en las esquinas para delicia de perros, gatos y ratas tan abandonados a su suerte como aquellos que habitaban esos tugurios de la impiedad social.
Sus habitaciones, como ya hemos dicho, de cuatro metros por costado sin ventilación alguna despertó pronto el cuestionamiento de médicos higienistas como el Dr. Wilde y Guillermo Rawson quienes, luego de la fatídica epidemia de fiebre amarilla, dijeron que dadas las condiciones sanitarias e higiénicas de la ciudad, las epidemias que se venían sucediendo desde 1860 no eran otra cosa que su consecuencia.
El matutino La Prensa inició una campaña para forzar a la municipalidad a realizar un mayor seguimiento y control de las viviendas colectivas que estaban al antojo de los propietarios de la casona y al arbitrio de sus regentes que, por unas monedas menos, toleraban un estado de cosas francamente intolerables. Una de ellas, denunció el Dr. Eduardo Wilde, era la realización de tareas anexas de los mataderos allí mismo, en esos antros, y en esos infames cuartuchos de madera y chapa: el cocido de chorizos y fabricación de morcillas eran esos menesteres.
Dadas estas condiciones en ese Buenos Aires para jolgorio de unos pocos y el sufrimiento de los más, los conventillos fueron el acompañamiento ideal de cuanta epidemia hubiera en nuestra ciudad.
Fuentes: http://www.botanicosur.com.ar/ - http://www.museodecera.com.ar/
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