Las genealogías nacionales suelen ser engañosas al abrigar en su interior esa necesaria y selectiva red de recuerdos y omisiones que permite a los integrantes de una comunidad política reconocerse en un pasado común.
Ese sustrato de creencias constituye la médula interpretativa de las narrativas decimonónicas que historiaron los orígenes de la nacionalidad argentina, y sobre ella habría de descansar la dilatada y perdurable pedagogía cívica que las elites políticas e intelectuales promovieron con énfasis para crear sentimientos y lazos de pertenencia reales o imaginarios con el Estado nación.
Naturalmente la Revolución de 1810 y los hombres que la lideraron no podían quedar al margen de ninguna operación intelectual y política destinada a la conquista de ese objetivo.
Aun antes de la caída de Rosas (1852) los románticos argentinos habían depositado en el momento revolucionario y en sus más decididos promotores, el interés por enlazar aquel pasado heroico con un tiempo presente urgido por suturar las heridas abiertas con las guerras que siguieron a la crisis de independencia, y afianzar de una vez por todas la unión definitiva de las provincias argentinas que el pacto constitucional de 1853 no había conseguido consolidar.
Ninguno de los principales exponente de la generación romántica podía dejar de sentirse atraído por los trayectos vitales y políticos que ameritaban integrar el selecto elenco de los padres fundadores de la Patria, y menos aún podían desconocer la manera en que el estelar periplo sanmartiniano se erigía como candidato apropiado para liderar el panteón heroico de la nueva nación.
Aunque Sarmiento fue el primero en rescatar del olvido sus hazañas guerreras durante su exilio chileno, habría de ser el entonces presidente Bartolomé Mitre quien percibió que sólo el héroe muerto en el “ostracismo voluntario” en la lejana villa francesa de Boulogne sur mer después de haber luchado por la independencia y de haber negado usar su fuerza militar en las guerras intestinas, podía ser capaz de arbitrar las diferencias que ninguno de sus contemporáneos podía llegar a emular.
Por ello, en 1862, ordenó erigir una estatua ecuestre en la plaza de Retiro donde él mismo encabezó la ceremonia en la cual destacó las cualidades del homenajeado apelando al repertorio de vocablos emanado de esa verdadera usina ideológica erigida con la Revolución para hacer de su desempeño el modelo virtuoso de la nueva nación: lo definió como Libertador, héroe del pasado y modelo del futuro, síntesis de virtudes cívicas y morales cuyo recuerdo debía iluminar la política del presente en beneficio de la unidad política nacional.
Poco después, en 1864, el Congreso de la nación aprobó una ley destinada a repatriar los restos del héroe de Chacabuco y Maipú constituyéndose en el puntapié inicial de una dilatada aunque persistente voluntad política de colocar a San Martín a la cabeza del panteón heroico nacional.
El altar de la Patria
La empresa recién pudo ser clausurada en 1880 cuando después de construir un mausoleo adjunto a la catedral metropolitana, los restos de San Martín arribaron al puerto de Buenos Aires el 28 de mayo para encabezar, según Sarmiento, la “ceremonia pública más importante del siglo XIX”.
Allí se dio cita la flor y nata del elenco de políticos reunidos en el régimen de los notables, y un público muy variado que incluía al emblemático regimiento de granaderos, los cuerpos de guardias nacionales, las colectividades de inmigrantes europeos, y algunos contingentes de escolares especialmente vestidos e instruidos en marchas militares para participar del ceremonial.
A instancias de Bartolomé Mitre, un grupo de periodistas liderados por el doctor Manuel Bilbao, formaron parte de la comitiva seguidos por directores y redactores, estudiantes universitarios, miembros de la Sociedad Rural y del Club Industrial, escribanos y procuradores, sociedades barriales de la Boca, alumnos del Colegio Nacional y varias asociaciones de afroargentinos.
En el muelle de Catalinas, Sarmiento fue el encargado de pronunciar el discurso de recepción en nombre del Ejército tal como lo había hecho veinte años antes cuando habían sido repatriados los restos de Bernardino Rivadavia.
En las palabras siempre efectivas del célebre autor del Facundo, y como ya lo habían señalado los observadores extranjeros antes de 1830, San Martín era equiparado no solo con Bolívar sino con Washington, esa tríada de "grandes hombres" que vigorizaron la independencia del "Extremo Occidente" ofreciendo a la antigua Europa la novedad republicana.
A su juicio, la repatriación de las cenizas de San Martín coincidía con un momento propicio para saldar las heridas abiertas con el violento ciclo de guerras que por décadas había lacerado la vida argentina. En la percepción sarmientina, en los treinta años transcurridos desde la muerte del General, una porción del país había conseguido sumergirse en una intensa modernización económica, social y cultural que anticipaba un destino nacional promisorio: "Harto hemos avanzado desde que vamos despacio.
Hemos avanzado más que todos los otros Estados americanos, con sólo haber dejado sucederse de seis en seis años, tres administraciones más o menos defectuosas, más o menos justificadas, pero todas y cada una señalando un gran progreso en población, riqueza e inteligencia". Esa mirada promisoria y optimista sobre el futuro del país no le hacía perder de vista que los beneficios obtenidos por la “gran transformación” iban a ser arbitrados y disfrutados por las nuevas generaciones de argentinos.
Es allí donde el viejo Sarmiento ubicó concretamente la oportunidad del enlace entre pasado, presente y futuro con lo cual era posible saldar la deuda con el Libertador: "Vosotros y nosotros, pues, hacemos hoy un acto de reparación de aquellas pasadas injusticias, devolviendo al General don José de San Martín el lugar prominente que le corresponde en nuestros monumentos conmemorativos.
Podremos respirar libremente, como quien se descarga de un gran peso, cuando hayamos depositado en el sarcófago, que servirá de altar de la Patria, los restos del Gran Capitán, a cuya gloria sólo faltaba esta rehabilitación de su propia patria y esta hospitalidad calurosa que recibe de sus compatriotas".
Después de finalizado el acto de recepción, la comitiva que acompañaba el traslado del ataúd se detuvo frente al monumento ecuestre en la Plaza San Martín. Allí, el presidente Avellaneda destacó el valor de "la conmemoración de los héroes" y declaró completa la "obra de glorificación".
Al exaltar las enseñanzas perdurables de San Martín, las palabras presidenciales hicieron referencia a que el legado sanmartiniano de mayor valor consistía en haber evitado la tentación de hacer “una espada en cetro” con lo cual enarbolaba el modelo de subordinación militar del homenajeado como remedio seguro para clausurar el ciclo de rebeliones e insurrecciones armadas que habían demorado la consolidación de la autoridad nacional en el entero país.
Luego la carroza negro y oro que conducía el féretro recorrió la calle Florida en medio de una nutrida muchedumbre que acompañaba en silencio el desfile mientras las campanas de las iglesias repicaban sin cesar. Al llegar a la catedral, el féretro fue depositado y se rezó una oración. Años después, más precisamente en 1906, los restos del memorable general Las Heras (quien había tenido un protagonismo singular en la reunión de fuerzas ante el desmadre de Cancha Rayada) recibieron sepultura en la catedral después de haber sido repatriado de Chile donde había muerto en 1866.
El altar de la Patria se completó en 1966 cuando también los restos del general Tomás Guido hallaron su última morada junto al Gran Capitán dando cuenta de una monumentalidad de largo aliento en la cual la memoria sanmartiniana había sido ya despojada de los significados atribuidos por los fundadores del republicanismo liberal, y que el Mitre historiador había consagrado en la biografía dedicada al Libertador que – a diferencia de la que dedicó a Belgrano- le había permitido colocar la revolución rioplatense a la altura de las grandes revoluciones, preservar la tradición republicana y proyectarla a escala continental robusteciendo la imagen de la excepcionalidad argentina en el concierto de las naciones resultantes del colapso del imperio español en América del sur.
El santo de la espada
En 1933 el escritor Ricardo Rojas – quien ya había ubicado al poema del Martín Fierro de José Hernández, y al Facundo de Sarmiento en el panteón de las letras argentinas-, dio a conocer una nueva biografía que bajo el título El Santo de la Espada intentaba refutar la visión petrificada que el año anterior había ofrecido José Pacífico Otero, un autor vinculado a los sectores nacionalistas de derecha y presidente del Instituto Sanmartiniano fundado en 1933.
La versión de San Martín forjada por Rojas distaba de la visión militarista acuñada por el autor de la Historia del General San Martín, al ubicar el trayecto del héroe en un plano trascendental, no humano, y de santificación laica con el cual aspiraba hacer de sus virtudes y valores un héroe civil que fuera capaz de no restringir la identidad nacional argentina al sector castrense.
Esa operación intelectual en la que la santificación del soldado consagrado por Mitre cedía terreno a favor de la santidad civil, habría de avanzar más allá de la simple “hagiografía” en la que había sido atrapada por su autor.
Más precisamente, en 1950, la conmemoración del centenario de la muerte del Libertador llevaría a la apoteosis la imagen sanmartiniana, al dotar al régimen peronista de un dispositivo simbólico de inigualable impacto para afirmar la identidad nacional en una clave uniformizadora en la que las Fuerzas Armadas tenían un lugar central desde 1943.
Los cuatro densos volúmenes que reunió el nutrido repertorio de contribuciones que consagrados historiadores argentinos dedicaron a cada faceta del perfil y accionar epopéyico de San Martín en el Congreso Nacional de Historia del Libertador, que tuvo como sede la Universidad Nacional de Cuyo, constituyeron un hito relevante de la manera en que la liturgia oficial de la revolución peronista imprimió un sello distintivo al legado sanmartiniano.
No se trataba tan sólo de un acontecimiento sujeto a un uso político de circunstancias ante la inminente contienda electoral de 1951 en las que el líder peronista habría ser plebiscitado por una ciudadanía engrosada por el voto femenino.
Años antes a la ley nacional que pondría toda la maquinaria estatal y universitaria al servicio de la conmemoración del centenario de la muerte del Padre de la Patria, el gobierno de los coroneles que había demolido el régimen fraudulento instalándose como reserva moral de la nación vapuleada por la corrupción y el vetusto sistema de partidos, había instituido el 17 de agosto de 1943 la “Orden del Libertador San Martín”, una condecoración destinada al reconocimiento de quienes hubieran prestado los servicios prestados al país o a la humanidad asociando la principal distinción otorgada por la Nación a la figura del prócer preferido por los argentinos.
Para ese entonces, el ejército se había convertido en el principal depositario de la memoria sanmartiniana y a raíz de ello, el Instituto Nacional Sanmartiniano pasó a depender de la corporación militar en 1944 cuando ya Perón portaba las credenciales de vicepresidente.
En 1949 al momento de inaugurar las sesiones de la Asamblea constituyente que habría de dotar de carácter constitucional los derechos sociales, y habría de habilitarlo para un nuevo mandato presidencial bajo la resistencia soterrada de la amplia galaxia antiperonista, quien se había erigido en líder popular indiscutido desde la memorable jornada de octubre de 1945, habría de pronunciar un discurso lo suficientemente compacto del nuevo momento argentino que exigía atemperar “la emoción exaltada” del triunfo para dar lugar a la reflexión y la “cimentación jurídica”.
Esa nueva etapa argentina cuya genealogía se retrotraía a 1853 no podía dejar de aludir al “genio tutelar de los argentinos, el general San Martín”. En palabras de Juan Perón: “San Martín es el héroe máximo, héroe entre los héroes y Padre de la Patria. Sin él se hubieran diluido los esfuerzos de los patriotas y quizás no hubiera existido el aglutinante que dio nueva conformación al continente americano. Fue el creador de nuestra nacionalidad y el libertador de pueblos hermanos. Para él sea nuestra perpetua devoción y agradecimiento.”
En 1950 la apoteosis sanmartiniana estaría destinada a traspasar el umbral de los círculos políticos y militares, y abandonar el reducto cuasiclerical de los claustros universitarios adquiriendo también manifestaciones estéticas monumentales que se llevaron a cabo en Mendoza para clausurar las sesiones del congreso.
La celebración tuvo lugar el 29 de diciembre y el escenario elegido no podía ser más apropiado para reproyectar la imagen sanmartiniana en un triple plano que combinaba de manera selectiva el modelo del genio militar aportado por Mitre, el trascendental acuñado por Rojas, y el nacionalista católico inaugurado por Otero: el sitio elegido fue el teatro griego construido al pie del cerro donde en 1914 se había inaugurado el monumento al ejército de los Andes bajo la iniciativa del gobierno nacional y del estado provincial controlado todavía por los hombres del partido liberal.
La fiesta fue fastuosa y demandó pacientes gestiones de funcionarios universitarios, políticos y artistas nacionales y provinciales. Según las crónicas, la iniciativa partió del célebre compositor Julio Perceval quien creyó oportuno componer un Canto a San Martín cuya letra fue encargada al autor de la novela Adán Buenosayres (1948), Leopoldo Marechal. La puesta en escena integró artistas y músicos consagrados del Teatro Colón y de renombrados elencos de otros teatros y coros de La Plata, Tucumán, Córdoba y Mendoza a los que se sumaron coros juveniles y de niños.
Aquella formidable monumentalidad estética se desglosó en cinco partes regidas todas por un registro épico que colocaba al “héroe de la guerra” y “mártir de la espada” en la celestial dimensión de los “ángeles” y de la “gloria” merecida sólo para los justos.
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