Argentina fue un país que incorporó e integró a millones de extranjeros que venían a buscar un porvenir. Esa necesidad exigió un espíritu amplio y dispuesto a imaginar un país grande y generoso. Una idea para rescatar.
Lucía Gálvez
“En las crecidas rosas de tu progreso hay un poco de sangre de mis
abuelos, que llegaron soñando con el regreso y eligieron morirse bajo este cielo”.
“Ay, si te viera Garay”,
canción de Eladia Blázquez
Existen en nuestra historia dos momentos fundacionales: el primero es la llegada de los españoles a nuestro territorio. Conquista, población, mestizaje y entrada de esclavos africanos formaron la intrincada trama social de los inicios. El otro momento fundacional es la gran inmigración de europeos y mediterráneos que cambiaron la composición étnica de la población hispano-criollo-indígena y mulata, duplicándola cada veinte años, de 1857 a 1930, para seguir aumentando de forma más pausada hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. Durante ese período, más de seis millones de personas llegaron a Argentina. Muchas de ellas lo hicieron como trabajadores estacionales, volviendo a sus hogares después de la cosecha o de un período determinado, pero en el país quedaron tres millones trescientos ochenta y cinco mil nuevos habitantes. Estas cifras, que en proporción son las más elevadas de todos los países del Nuevo Mundo, demuestran la importancia de la inmigración en la formación de la Argentina moderna.
El primer intento de colonización europea no española en el Río de la Plata se realizó en 1825, después de la firma del Tratado de Amistad, Navegación y Comercio entre la República Argentina y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Pero las doscientas familias escocesas que vinieron fueron instaladas en el sur de la provincia de Buenos Aires, en la frontera con el indio, y la colonización no prosperó. En 1828, el general John Thomond O’Brien, gran amigo de San Martín, se propuso traer a Argentina “doscientos jóvenes irlandeses trabajadores y honestos” para que formaran la base de una colonia agrícola, proyecto que también fracasó. Los primeros inmigrantes espontáneos se fueron acercando a partir de la época de Rosas. Algunos habían sido combatientes italianos en la revolución de 1848, la mayoría constructores o albañiles. Había también jardineros gallegos contratados para trabajar en Palermo, comerciantes ingleses y algún que otro alemán, ovejeros escoceses o irlandeses y algunos aventureros vascos. “Aunque no se incentiva su llegada mediante leyes, existe una actitud permisiva que acusa un sostenido crecimiento de colectividades extranjeras, buena parte de la cual emigra de Montevideo”.
La Generación del 37, con Alberdi, Echeverría y Sarmiento a la cabeza, tenía muy claras las ideas: educación, inmigración y leyes cumplidas eran los pilares sobre los que debía levantarse el edificio de la nueva nación. La Constitución era la piedra fundamental, pero para que no fuera, al decir de Alberdi, “la Constitución de un desierto”, los legisladores deberían atraer a los posibles pobladores europeos proclamando todas las garantías y los derechos que tendrían y mostrándoles un país en orden.
Las mentes más lúcidas sabían que si Argentina quería marchar al mismo ritmo de las grandes naciones, había que cambiar muchas cosas, entre ellas la intolerancia y la ignorancia. Las elites que soñaban, planeaban, echaban las bases para al nuevo país y querían lograr su crecimiento económico y moral entendieron que para ello era necesaria la unidad en los grandes proyectos nacionales, la tolerancia para con las ideas distintas, la libertad de expresión y de culto, el orden y la paz. Esto no se consiguió sino después de acuerdos, secesiones, guerras y pactos que fueron acercando a los opositores. La Constitución ideada por Alberdi fue hecha por Urquiza y los legisladores del ‘53. Sin embargo, los argentinos –porteños y provincianos–, díscolos y levantiscos, siguieron poniendo escollos en el camino hacia la unidad, a la que se llegó después de mucho esfuerzo y sangre derramadas.
A pesar de estos y otros inconvenientes, los inmigrantes fueron llegando con su carga de esperanzas y aunque sólo una minoría pudo ser propietaria de la tierra, muchos ascendieron económica y socialmente –o tuvieron la alegría de ver el progreso de sus hijos– y todos, con mayor o menor esfuerzo, consiguieron trabajo y accedieron a las libertades constitucionales.
En el otro platillo de la balanza habría que poner los afectos que tuvieron que dejar, la tristeza de no saber si alguna vez volverían a su tierra, las dudas e incertidumbres ante lo desconocido –sobre todo los que no entendían el idioma–, las primeras desilusiones al ver que las cosas no eran como se las habían pintado…
Todo el que emigra de su patria y se aleja de los suyos siente una pérdida irreparable que ni el tiempo ni la distancia podrán borrar. Aquellos que lo hicieron, conservando el buen ánimo y la constancia necesarios para levantar una familia, son dignos de admiración y respeto.
En Argentina, las guerras civiles y la economía pastoril habían impedido hasta entonces la formación y el desarrollo de una clase media. Los objetivos de progreso de la república liberal no podrían cumplirse sin su existencia. La inmigración vino a llenar ese vacío. Pero no fueron electricistas ingleses ni mecánicos alemanes, como querían Sarmiento y Alberdi. Ellos tenían su lugar en las fábricas de sus ciudades industrializadas. En cambio, vinieron los aldeanos de la Europa meridional o los centroeuropeos que buscaban una alternativa para lograr una vida digna y en libertad. Curiosamente, las tres primeras colonias organizadas –la primera en Baradero, provincia de Buenos Aires; la segunda Esperanza, en Santa Fe, y la tercera San José, en Entre Ríos– estaban formadas con un predominio de suizos de habla alemana o francesa, pertenecientes al cantón de Valais. También había familias provenientes de Saboya y el Piamonte. Los atraía el artículo 25 de la Constitución: “No se podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias o introducir y enseñar las artes y las ciencias”. El censo de 1854 muestra un gran aumento poblacional: se contabilizan veintidós mil ochocientos británicos (incluyendo cuatro mil estadounidenses), veinticinco mil franceses (muchos de ellos vascos), quince mil italianos (alemanes y suizos) y veinte mil españoles (incluyendo vascos, canarios, etc.)…
En estos tiempos absurdos en los que no llegamos a entender por qué estamos como estamos, es necesario dirigir una mirada hacia el pasado y recordar que, ayer nomás, nuestra patria pudo ser refugio para quienes buscaban libertad y oportunidad para quienes no la tenían. La sangre de esos viajeros y de los que llegaron siglos atrás, llenos de esperanzas y coraje, es la misma que corre por nuestras venas. Una Argentina en la diversidad de ideas y costumbres, con posibilidades para todos sus habitantes, la Argentina que trabaja, crea, estudia y se esfuerza, espera que la rescatemos de las garras de la corrupción y de la ignorancia.
DIARIO UNO
Edicion Domingo 13 de Junio 2010
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