El "Museo del Agua y de la Historia Sanitaria" rescata la genealogía del inodoro y de su primo hermano, el bidé. Un recorrido entre piezas antiguas, insólitas y hasta desconocidas, con las que se puede descubrir cómo eran las costumbres argentinas de antaño.
Por Daniela Rossi
Para muchos, uno de los cuartos más valorados de la casa, el baño fue una de las últimas incorporaciones a la arquitectura hogareña, y la tríada ducha-inodoro-bidé, como su base, encierra los cambios de costumbres de una sociedad argentina que intentaba reflejar los buenos usos de Europa. En Buenos Aires, aunque sea excéntrico, los inodoros y bidés tienen su museo.
A fines del siglo XIX, comenzó a funcionar en el edificio de la entonces Obras Sanitarias un área de control de calidad, "oficina de contraste", como se la llamaba. Los fabricantes o importadores debían llevar hasta allí tres ejemplares del artículo que querían lanzar al mercado: uno se destruía para controlar su calidad y funcionamiento, el otro se lo llevaban como prueba, y el último permanecía en el edificio. Con el correr de los años estos sanitarios y piezas de grifería formaron la base del "Museo de Obras Sanitarias de la Nación" creado en 1958, actual "Museo del Agua y de la Historia Sanitaria" que funciona en el majestuoso edificio color terracota de AySA.
Lejos de los tradicionales inodoros con mochila de descarga, más aún de los que intentan ser objetos de diseño exclusivo, y ni siquiera cerca de los que derivó la ya vetusta expresión "tirar la cadena", en la Buenos Aires colonial no existían los artefactos sanitarios. Los primeros inodoros llegaron al país hacia 1885 procedentes de Inglaterra, pero sólo algunas familias acomodadas lo incorporaron a su vida cotidiana. "No se difundió rápidamente. Era un artefacto caro, por lo que la mayoría de las familias tenían algo similar a una letrina", relata Jorge Tartarini, director del museo que posee la colección.
En sus viajes por Europa, los integrantes de la alta sociedad porteña traían uno de estos exclusivos objetos. Más tarde, la distinguida calle Florida se convertiría en punto clave para poder elegir, por catálogo, las piezas que luego cruzarían el Atlántico. La inauguración de Avenida de Mayo en 1894 hizo que las grandes tiendas de mobiliario se instalaran allí, con artefactos en los salones, listos para la venta. Heinlein & Cía. ofrecía "todo lo que usted necesita para su cuarto de baño, y más" y era la casa más importante de la ciudad, comparada en prestigio con otras tiendas como "Harrod’s" y "Gath & Chaves".
EDÉN HIGIÉNICO. Los festejos del centenario de la Revolución de Mayo hicieron que muchos extranjeros llegaran a la ciudad. Con un desarrollo creciente como centro urbano, pero sin hoteles "de calidad" para los foráneos, el gobierno recomendó a las familias más pudientes que abrieran las puertas de sus casas para albergarlos, con algunas recomendaciones: una de ellas, que compraran para cada habitación un bidé móvil para separar la higiene de la familia de la de los invitados, según relataba una carta familiar que llegó al museo como parte de una donación. "Quienes visitaron Buenos Aires en aquel momento decían que era el paraíso del aseo corporal", cuenta Tartarini. "No entendían la costumbre del baño diario, lo extendido del uso del bidé, costumbres que aquí siguen vigentes", asegura.
El uso extendido del aseo personal puede encontrarse en las epidemias que azotaron a la población a fines del siglo XIX. En 1867 el cólera castigó Buenos Aires, y el gobernador Adolfo Alsina ordenó abrir zanjas y colocar cañerías, y en 1869 se inauguró el primer tramo de aguas corrientes. Pero en 1871 estalló la fiebre amarilla que volvió a sacudir a los porteños. "El hecho de haber convivido con las epidemias hizo que quedara un temor profundo de volver a padecerlas. Se comenzó a tener conciencia de que el agua no era sólo un tema de higiene exterior, sino que podía transmitir enfermedades", relata el arquitecto.
El cólera y la fiebre amarilla sorprendieron a la ciudad sin aljibes de donde sacar agua apta para el consumo: o se le compraba al aguatero, o se extraía de pozos de balde, en donde se obtenía un agua de mala calidad. Recogerla del río (que avanzaba hasta la altura de la hoy Casa Rosada), trasladarla al hogar y decantarla era la otra opción, trabajosa y sólo posible en verano.
BAÑOS MODERNOS. Separada del resto de las habitaciones, con artefactos y decoración propios como se conoce hoy a un cuarto de baño, el estilo inglés de distribución recién se generalizó en la década del ’20. Los baños –casi ceremonias familiares– se realizaban en algún sitio apartado de la casa, mientras que las letrinas estaban en espacios comunes, en los fondos de las casas. En las residencias eran utilizados por el personal de servicio y las eventuales visitas que se recibían en el patio, mientras que los dueños de casa poseían bacinillas en sus habitaciones que luego retiraban sus empleados. "El agua se calentaba en tachos sobre un fogón, y luego se llevaba a una sala apartada y se la vertía en un fuentón de chapa. Allí se aseaban los padres, los niños, y una vez finalizado el baño, se podía usar para regar o limpiar los pisos, según recordaba su niñez el escritor Lucio Mansilla", dice el director del museo.
"¿Por qué puso una guitarra en el salón de baño?", fue la pregunta que escuchó el arquitecto Alejandro Christophersen, al presentar los planos de una futura residencia. La forma del bidé, colocado junto al inodoro, hacía remitir al instrumento musical debido al desconocimiento que existía del artefacto. En sus escritos, el noruego, autor de la residencia Anchorena, entre otras, cuenta que en una ocasión estuvo al borde de llegar a los golpes con un porteño: el motivo del enojo era la dificultad que encontraba para lavarse la cara con un aparato tan extraño. Se trataba, claro, de un bidé y no de un lavabo.
Nacido en la primera mitad del siglo XVIII en Francia (de donde nace el vocablo original bidet), el bidé llegó a Argentina –un siglo después– como un elemento exclusivo para el aseo femenino. Con los años, la costumbre de su uso quedó establecida en América, pero se discontinuó en Europa. Incluso, muchos extranjeros que visitan el museo se sorprenden ante los bidés expuestos, muchos de ellos extraños al ojo moderno. En nuestro país se transformó en uno de los objetos más preciados.
De 1910 y de hierro enlozado, el bidé móvil es uno de los más llamativos al recorrer la sala, y otro que se roba las miradas es uno desarrollado en 1940 por un médico argentino: "Es una especie de catafalco enorme, un megainodoro, que reúne las funciones de inodoro y bidé juntos. Según contó, lo hizo para el tratamiento de hemorroides", cuenta Tartarini.
Con diferentes sistemas de provisión de agua, materiales y orígenes, el bidé terminó por convertirse en un artefacto argentino por adopción.
Fotos Alejandro Kaminetzky / gentileza AySA.
http://www.elargentino.comPara muchos, uno de los cuartos más valorados de la casa, el baño fue una de las últimas incorporaciones a la arquitectura hogareña, y la tríada ducha-inodoro-bidé, como su base, encierra los cambios de costumbres de una sociedad argentina que intentaba reflejar los buenos usos de Europa. En Buenos Aires, aunque sea excéntrico, los inodoros y bidés tienen su museo.
A fines del siglo XIX, comenzó a funcionar en el edificio de la entonces Obras Sanitarias un área de control de calidad, "oficina de contraste", como se la llamaba. Los fabricantes o importadores debían llevar hasta allí tres ejemplares del artículo que querían lanzar al mercado: uno se destruía para controlar su calidad y funcionamiento, el otro se lo llevaban como prueba, y el último permanecía en el edificio. Con el correr de los años estos sanitarios y piezas de grifería formaron la base del "Museo de Obras Sanitarias de la Nación" creado en 1958, actual "Museo del Agua y de la Historia Sanitaria" que funciona en el majestuoso edificio color terracota de AySA.
Lejos de los tradicionales inodoros con mochila de descarga, más aún de los que intentan ser objetos de diseño exclusivo, y ni siquiera cerca de los que derivó la ya vetusta expresión "tirar la cadena", en la Buenos Aires colonial no existían los artefactos sanitarios. Los primeros inodoros llegaron al país hacia 1885 procedentes de Inglaterra, pero sólo algunas familias acomodadas lo incorporaron a su vida cotidiana. "No se difundió rápidamente. Era un artefacto caro, por lo que la mayoría de las familias tenían algo similar a una letrina", relata Jorge Tartarini, director del museo que posee la colección.
En sus viajes por Europa, los integrantes de la alta sociedad porteña traían uno de estos exclusivos objetos. Más tarde, la distinguida calle Florida se convertiría en punto clave para poder elegir, por catálogo, las piezas que luego cruzarían el Atlántico. La inauguración de Avenida de Mayo en 1894 hizo que las grandes tiendas de mobiliario se instalaran allí, con artefactos en los salones, listos para la venta. Heinlein & Cía. ofrecía "todo lo que usted necesita para su cuarto de baño, y más" y era la casa más importante de la ciudad, comparada en prestigio con otras tiendas como "Harrod’s" y "Gath & Chaves".
EDÉN HIGIÉNICO. Los festejos del centenario de la Revolución de Mayo hicieron que muchos extranjeros llegaran a la ciudad. Con un desarrollo creciente como centro urbano, pero sin hoteles "de calidad" para los foráneos, el gobierno recomendó a las familias más pudientes que abrieran las puertas de sus casas para albergarlos, con algunas recomendaciones: una de ellas, que compraran para cada habitación un bidé móvil para separar la higiene de la familia de la de los invitados, según relataba una carta familiar que llegó al museo como parte de una donación. "Quienes visitaron Buenos Aires en aquel momento decían que era el paraíso del aseo corporal", cuenta Tartarini. "No entendían la costumbre del baño diario, lo extendido del uso del bidé, costumbres que aquí siguen vigentes", asegura.
El uso extendido del aseo personal puede encontrarse en las epidemias que azotaron a la población a fines del siglo XIX. En 1867 el cólera castigó Buenos Aires, y el gobernador Adolfo Alsina ordenó abrir zanjas y colocar cañerías, y en 1869 se inauguró el primer tramo de aguas corrientes. Pero en 1871 estalló la fiebre amarilla que volvió a sacudir a los porteños. "El hecho de haber convivido con las epidemias hizo que quedara un temor profundo de volver a padecerlas. Se comenzó a tener conciencia de que el agua no era sólo un tema de higiene exterior, sino que podía transmitir enfermedades", relata el arquitecto.
El cólera y la fiebre amarilla sorprendieron a la ciudad sin aljibes de donde sacar agua apta para el consumo: o se le compraba al aguatero, o se extraía de pozos de balde, en donde se obtenía un agua de mala calidad. Recogerla del río (que avanzaba hasta la altura de la hoy Casa Rosada), trasladarla al hogar y decantarla era la otra opción, trabajosa y sólo posible en verano.
BAÑOS MODERNOS. Separada del resto de las habitaciones, con artefactos y decoración propios como se conoce hoy a un cuarto de baño, el estilo inglés de distribución recién se generalizó en la década del ’20. Los baños –casi ceremonias familiares– se realizaban en algún sitio apartado de la casa, mientras que las letrinas estaban en espacios comunes, en los fondos de las casas. En las residencias eran utilizados por el personal de servicio y las eventuales visitas que se recibían en el patio, mientras que los dueños de casa poseían bacinillas en sus habitaciones que luego retiraban sus empleados. "El agua se calentaba en tachos sobre un fogón, y luego se llevaba a una sala apartada y se la vertía en un fuentón de chapa. Allí se aseaban los padres, los niños, y una vez finalizado el baño, se podía usar para regar o limpiar los pisos, según recordaba su niñez el escritor Lucio Mansilla", dice el director del museo.
"¿Por qué puso una guitarra en el salón de baño?", fue la pregunta que escuchó el arquitecto Alejandro Christophersen, al presentar los planos de una futura residencia. La forma del bidé, colocado junto al inodoro, hacía remitir al instrumento musical debido al desconocimiento que existía del artefacto. En sus escritos, el noruego, autor de la residencia Anchorena, entre otras, cuenta que en una ocasión estuvo al borde de llegar a los golpes con un porteño: el motivo del enojo era la dificultad que encontraba para lavarse la cara con un aparato tan extraño. Se trataba, claro, de un bidé y no de un lavabo.
Nacido en la primera mitad del siglo XVIII en Francia (de donde nace el vocablo original bidet), el bidé llegó a Argentina –un siglo después– como un elemento exclusivo para el aseo femenino. Con los años, la costumbre de su uso quedó establecida en América, pero se discontinuó en Europa. Incluso, muchos extranjeros que visitan el museo se sorprenden ante los bidés expuestos, muchos de ellos extraños al ojo moderno. En nuestro país se transformó en uno de los objetos más preciados.
De 1910 y de hierro enlozado, el bidé móvil es uno de los más llamativos al recorrer la sala, y otro que se roba las miradas es uno desarrollado en 1940 por un médico argentino: "Es una especie de catafalco enorme, un megainodoro, que reúne las funciones de inodoro y bidé juntos. Según contó, lo hizo para el tratamiento de hemorroides", cuenta Tartarini.
Con diferentes sistemas de provisión de agua, materiales y orígenes, el bidé terminó por convertirse en un artefacto argentino por adopción.
Fotos Alejandro Kaminetzky / gentileza AySA.
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