lunes, agosto 31

El luto a principios de siglo

 El luto ocupaba un lugar simbólico importante por su duración estricta y sus formas. La relación con el finado era determinante: una viuda, por ejemplo, se cubría la cabeza y las manos con sombrero y guantes negros, se ponía ropa interior y medias todo negro y si usaba alguna alhaja debía tener ese color. Se vendían perlas negras y grises, camafeos sin color, retratos al esmalte para llevar al muerto en un colgante. Según la época se usaron crespones, que eran largos velos flotantes desde el sombrero o turbante hasta el suelo, y, en verano, tapados de seda negra. A los niños de algunas colectividades se los vestía de ese color, pero era más común que sólo les pusieran un brazalete a los varones y un gran moño en el pelo a las niñas.
La corbata negra y el brazalete eran obligatorios también para los que asistían al velatorio y entierro mientras que las mujeres se vestían de oscuro y con modestia. Entendamos que era obligatorio en un sentido moral, impuesto por la costumbre. La transgresión era, simplemente, mal vista.

Cuando alguien moría, se silenciaban las radios, los fonógrafos y los pianos. La gente hablaba en voz más baja, los vecinos cercanos no sacaban las sillas a la calle y los deudos sólo asistían al teatro después del período de luto riguroso. Donde había palco grillé, como en el Teatro Menoti-Garibaldi, lo reservaban para ellos. Era un palco provisto de una grilla o enrejado que permitía ver sin ser vistos. La correspondencia, por otra parte, se escribía en papeles y sobres especiales que se hacían imprimir con un ribete o una banda negra. Los profesionales se encargaban tarjetas de esa clase. Las imprentas hacían propaganda: tarjetas y papel epistolar gran fantasía, con diseño moderno de luto.

Naturalmente, alrededor del duelo floreció una industria. Hubo modistas y sastres especializados que cosían ropa en 24 horas, tintorerías que teñían en el día, costureras que iban a domicilio a arreglar, teñir, adaptar prendas. Los fotógrafos tomaban fotos de los deudos, que después enmarcaban con bandas de luto, y las imprentas imprimían en el día las tarjetas que firmaba cada asistente al velorio y que dentro del mes retribuían los deudos con otras. Había florerías que, igual que ahora, confeccionaban coronas, palmas y ramos cuya dimensión se graduaba por el grado de parentesco o amistad.

La duración del luto iba desde tres meses para los primos hasta dos años para parientes más cercanos, y se pasaba del luto riguroso al aliviado –con algún cuello blanco- y después al medioluto, con ropas de color violeta o gris, medias de un color que se llamaba torcaza o humo, y algunas telas con pequeños motivos en blanco sobre negro. Bailes, diversiones en general, estaba prohibidas. Guay de la chica que tenía un luto en tiempo de romerías o carnaval... Hasta los casamientos se postergaban para poder festejar, aun cuando se pensara en una fiesta discreta. Dentro del período de luto y con algún espacio de tiempo podían hacerse casamientos que se anunciaban: las nupcias tendrán lugar en la intimidad. Se hacían con pocos invitados, los más íntimos, a puertas cerradas y generalmente se armaba un pequeño altar en la misma casa para la ceremonia religiosa.

Sumemos a todo esto las ventanas cerradas, la puerta cancel cerrada, las visitas reservadas a ciertas horas o días, los avisos, las misas al mes, al año, el día del santo. La misa que se hacía al año solía llamarse “de cabo de año”, igual que en España. En general, las ceremonias se parecieron en los pueblos de Buenos Aires a las de los pueblos de provincia en Europa y hasta los indios se plegaron a su modalidad. Alrededor de 1870 se enterraban de manera semejante y, por otro lado, la Ley de Municipios (1854) mandaba que los entierros se hicieran en un lugar especial y con ciertos cuidados de higiene. En Azul hubo un cementerio desde los comienzos del poblamiento, circunstancia ésta que fue igual en todas partes ya que la muerte no esperaba. Ese camposanto creció a la par de la rica ciudad. Tuvo grandes bóvedas familiares y panteones de las colectividades y asociaciones. Tuvo una parte destinada a los no cristianos o disidentes y actualmente se caracteriza por la sensacional portada que en 1936 diseñó el ingeniero Salamone y se ejecutó con la ayuda del escultor Santiago Chierico. Ese Angel Exterminador mereció una publicación especial de la Universidad de Columbia y hoy, seguramente y a la luz de la historia reciente, puede traernos imágenes de encapuchados castigadores. En 1960, agotada la capacidad de los terrenos, se abrió una extesión al otro lado del arroyo, que la gente dio en llamar cementerio de los pobres. Hay que aclarar que es muncipal, con iguales condiciones y precios que el antiguo. Este, hoy muy deteriorado, es digno de ser visitado.

¿Por qué visitar cementerios, algo aparentemente siniestro? Porque guardan la memoria de uno de los pasos de la vida que mayor interés concita y que resume como ninguno la fuerza de la tradición. Visitar el nuestro, el de colonia Hinojo, el de Hinojo, el de algún pueblo rural, nos permite conocer la genealogía de sus pobladores y también la estética de cada época, y, esencialmente, las ideas que en cada tiempo se tuvieron de la vida y la muerte, cómo se cuidaba la imagen pública de cada uno y de la familia, la permanencia del nombre y el recuerdo.

En las fotografías pueden verse unos zapatos de dama de 1910 que, con su rigidez y solidez, nos hablan de la duración de los objetos. También, un aviso de una autoproclamada modista de la corte de Londres que tomaba pedidos en Buenos Aires. No era algo raro ni sólo los muy ricos se encargaban trajes a Londres, vestidos y sombreros a París, zapatos a Italia. Digamos, por los precios relativos que hemos visto, que no eran costumbres accesibles a los pobres pero sí a la gente de clase media en ascenso. Todo los objetos de uso, por otra parte, se hacían para durar y, en lo posible, para pasar de una generación a otra: el reloj del padre a un hijo, los sombreros, abanicos, adornos a las hijas, el mobiliario de padres a hijos que se casaban lo mismo que las alfombras, cortinas, tapices, etcétera. Se gastaba pensando en la calidad pero también en el valor simbólico de pertenencia a cierto grupo social y de pertenencia a una familia estable. Ese valor acompañaba a la gente, la consolaba en los infortunios, la rodeaba de objetos y costumbres que no se perdían con la muerte. Eso representaron los ángeles de mármol en los cementerios, las representaciones en bajorrelieves, los epitafios, las privaciones en los tiempos de luto, las misas, los ritos sociales.

El enterramiento de los araucanos de la provincia de Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX está muy bien descripto en las memorias de Santiago Avendaño (Usos y costumbres de los indios de la pampa. Recopilación de P. Meinrado Hux. Editorial Elefante Blanco). Este hombre había sido tomado cautivo a los siete años y se crió y educó con sus captores, adoptando todas sus costumbres y el idioma. Antes de la expedición de Rosas en 1833 había logrado volver entre los suyos y se presentó ante el gobernador para ofrecerle sus servicios como lenguaraz. En ese carácter participó de la expedición y las fundaciones que se hicieron hasta pasar a desempeñarse como secretario de los Catriel.
Avendaño habla de sus captores, los ranqueles, pero, tal como lo señala el Padre Hux ya desde el título, habla de los indios llegados a la zona pampeana en el siglo XIX desde Chile o el oeste del territorio. Su relato sobre los ritos funerarios deja en claro que el respeto por los muertos, aunque se regía por una estricta jerarquía material y era mayor para los varones, respondía a sentimientos que no nos son ajenos: valor de la vida, valor de las relaciones de familia –parentesco de sangre o afinidad-, existencia de otro mundo y del alma inmortal.
Básicamente, se determinaba un período de espera para constatar la defunción.; luego el curandero o la machi hacían la autopsia, que consistía en introducir una varilla de madera ahuecada en un corte como una jota que iba desde el pecho hasta el vientre rodeando el ombligo, y que servía para extraer bilis. El estado del hígado se medía por ese humor, y de allí se derivaban las conclusiones sobre los otros órganos.
La tumba era un cubículo hondo donde se acomodaba el finado envuelto en cueros y con sus objetos más queridos, y se techaba con cañas dejando un espacio vacío donde moraría el alma a medida que se desprendía del cuerpo. Finalmente se echaba tierra sobre las cañas y se alisaba. A medida que avanzaba el siglo XIX se hacía más común sacrificar uno o más caballos que se enterraban con el dueño. Hubo casos de caudillos indios que eran llevados sobre su mejor caballo al que le habían pegado un tiro en la pata para que fuera lento y dolido, para luego rematarlo y enterrarlo. Igual que en todos los pueblos, existían ceremonias de llanto y luto, como echarse ceniza por encima, gritar, cantar cantos especiales. Se guardaban días de dolor y se recordaba al difunto con elogios y relatos sobre su vida.
Aún para los traidores, aún en medio de la guerra, el enterramiento era de rigor para que los cuerpos no fueran pasto de las aves rapiñeras. El señalamiento del lugar de entierro, entre pueblos nómades o seminómades, solía no existir más que en la memoria de los deudos y, a veces, con piedras.
Un párrafo del libro se refiere a la muerte de un indio picunche que ha llegado en busca de su suegro, que es de otra etnia. Sirve para ver cómo lo fundamental de las ceremonias era común a muchos pueblos indios.
“Voy a morir, mi suegro. Y ano hay remedio” dice Caniucal, y le encomienda a su hijo de catorce años. “Por fin murió, pocos momentos después de haber hablado a todos. Entonces todo fue clarmores y llantos. Había fallecido antes del medio día. De inmediato se lo vistió con la mejor ropà que tenía, hasta que se enfriase el cadáver. Cuando estuvo ya frío, lo llevaron a caballo, por delante de la gente, a sepultarlo. Se abrió la sepultura y, al ir a colocarlo en ella, lo detuvieron para hacerle la anatomía (autopsia)”.
Hecha la autopsia como hemos dicho, lo ponen enla sepultura con una vsija con agua, un poco de carne cocida y unbuen equipaje. Los parientes y amigos se cortaron un mechón de pelo, lo ataron con un hilo para que no se mezclara con otros y se lo pusieron en la mano izquierda para que no los olvide cuando llegue al alhué ampumú, lugar de resucitamiento de las almas. En este caso, a su caballo lo ahorcan y lo entierran con la cabeza hacia donde sale el sol, igual que a su dueño. Kfinalmente dejaron durante unos días el fuego siempre ardiendo y guardaron silencio y compostura.


Muchos son los ritos de pasaje en los distintos pueblos. Por la época de fundación y poblamiento de Olavarría hubo muchos grupos de inmigrantes que aportaron sus costumbres: banda de música que acompañaba al cortejo fúnebre; discursos que rememoraban la vida entera del difunto; fotografías del mismo en su cajón o sentado en la cama o un sillón (hay una fotografía famosa de Sarmiento en esa pose), fotografías del cortejo, la misa, los discursos; misa de cuerpo presente; carrozas muy adornadas en número y formato más y más lujoso, cocheros entorchados, caballos empenachados, cortejos a pie, cortejos en coche de caballos, cortejo en vehículos que marchaban lentamente multándose a cualquiera que cortara la hilera. Sin embargo, pronto se unificaron los rituales y resultó un estilo cada día más sencillo e impersonal, ya sin lutos, ya sin monumentos y con lápidas muy simples: actitudes nuevas cuyo significado irá revelando el tiempo.

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