Panorámica general de la excavación.
La idea que generalmente tenemos de una excavación arqueológica, determinada, cómo no, por el cine, es la de grupos de nativos trabajando en latitudes tropicales o, como poco, muy meridionales, bajo las órdenes de un arriscado europeo –por lo general británico– o norteamericano que sabe exactamente qué hay que buscar entre la multitud de zanjas abiertas en las que se afanan sus exóticos empleados y alrededor de varias ruinas de aspecto también bastante exótico. De acuerdo con esta imagen tan difundida, la excavación llevada a cabo por Zehazten Zerbitzu Kulturalak en la iglesia de los jesuitas de Bergara resulta, como poco, atípica. Incluso cabría preguntarse qué había en el subsuelo de ese templo para ponerse a excavar sobre él en lugar de, por lo menos, intentar conseguir un permiso en las evocadoras tierras relatadas por C.W. Ceram: las pirámides de Egipto, las llanuras del Peloponeso o, mejor aún, en las selvas de Centroamérica.
La respuesta a esa pregunta es relativamente sencilla y ya se conocía desde que se abrió esa puerta situada bajo la arquería de la plaza del Ayuntamiento de Bergara en el verano de 2007 para realizar el control previo a la excavación: una formalidad imprescindible antes de comenzar los trabajos principales, aunque el cine no la recoja como parte del “trabajo-típico-de-los-arqueólogos”. La iglesia, sin culto desde los años ochenta del siglo XX, ocultaba bajo un suelo de esa época y otro de mediados del siglo XIX, una rica losa con una tentadora inscripción: “Sepvltvra y entierro de D. Andres de Madariaga Cavallero de la orden de Calatrava y de sus hijos y svcesores contador mayor del tribvnal de qventas de Lima insigne benefactor de este colegio y de sv iglesia en averla erigido y pvesto en toda perfecion a sv costa. año 1678”.
Y ahora seguramente se nos planteará otra pregunta, que podría formularse, más o menos, en estos términos, “ah, y detrás de eso, ¿qué más había?”. Ahí fue justo donde empezó la excavación en serio. La que vemos en las películas. El Ayuntamiento de Bergara, con la colaboración de la Diputación de Gipuzkoa, facilitó lo más imprescindible. Es decir, la financiación para esta excavación que, a pesar de las apariencias, requería tanto trabajo, o incluso más, que esas que estamos acostumbrados a ver a través del cine y a través de esos documentales que todo el mundo dice ver en “la 2”. También fueron esas dos instituciones las que proveyeron al equipo de Zehazten de los permisos oportunos para levantar el suelo de la iglesia y empezar a excavar en ella para obtener los indicios, las huellas, que un pasado de cerca de cinco siglos había dejado allí.
Eso fue a principios del verano del año 2009. Empezó entonces también otra labor poco reflejada en la pantalla pero, desde luego, imprescindible para el trabajo de los arqueólogos “de verdad”. Es decir, perseguir por distintos archivos otras huellas dejadas por las personas que estuvieron relacionadas con ese templo. A saber: la Orden de los Jesuitas, dueña de él hasta que fue expulsada de los dominios de Su Católica Majestad Carlos III de Borbón en el año 1767; el benefactor don Andrés de Madariaga al que se alude en esa lápida de la que acabamos de hablar, que, no por casualidad, ocupaba el centro del templo, bajo la cúpula y en medio de la gran cruz que dividía el suelo de esta iglesia; los miembros de la ilustrada Real Sociedad Bascongada del País que fueron los designados para hacerse cargo de la iglesia y del Colegio de los jesuitas cuando éstos fueron expulsados; los soldados del ejército revolucionario francés que entraron en Bergara en el año 1794; los miembros de la Real Sociedad Bascongada que volvieron a hacerse cargo de esos edificios tras un breve paréntesis iniciado en el año 1804 y consiguieron mantener a salvo el Real Seminario de Bergara, y la propia iglesia, de las depredaciones del ejército napoleónico que ocupó la villa entre la primavera de 1808 y el verano de 1813; o, finalmente, las tropas carlistas que entre 1835 y 1839 convirtieron en Hospital de campaña tanto el seminario como el templo, hasta que en 1839 las victoriosas autoridades liberales, tras el abrazo consumado precisamente en Bergara, restablecieron esa institución que acabaría siendo administrada por el Estado.
Después de iniciada esa persecución de las, como vemos, numerosas personas que vivieron a la sombra de esas piedras, las cosas estaban aún más claras. No teníamos sólo un edificio inerte sino un testigo que nos contaba partes de nuestra Historia aún poco conocidas.
A ese respecto la tumba del caballero, del benefactor don Andrés de Madariaga al que aludía la lápida central, la única destacada en todo el conjunto, es el punto de partida de un relato asombroso.
En efecto, aquel hombre fue un alto funcionario de la corona española entre, al menos, la década de los setenta y la de los noventa del siglo XVII. Un hombre que sirvió al rey Carlos II, por mal nombre conocido como “el Hechizado”, el último de los Austrias españoles, y cuya propia Historia personal, plasmada en los suelos y las paredes de ese edificio, nos dibuja un esquema casi desconocido de ese tiempo del que, a veces, sabemos menos de lo que sabemos sobre los años más oscuros de la Edad Media.
Por sus manos pasó durante años un recurso esencial para mantener en pie la realidad de esa época que hoy vemos, por ejemplo, en cuadros y edificios monumentales como pudo serlo la propia iglesia de los Jesuitas de Bergara antes de las agresivas obras de reforma de mediados del siglo XIX que le dieron su aspecto actual. Es decir, la plata de alta calidad sacada del cerro de Potosí y otras minas sudamericanas y norteamericanas gracias a la que existió un imperio en el que, decían, no se ponía el sol, y que no se extinguió del todo hasta el año 1898.
Con esta planta, la que él contó, la que pasó por sus manos en Lima, Gran Bretaña y Holanda mantuvieron y organizaron ejércitos y armadas para hacer frente al Hitler del siglo XVII, es decir, Luis XIV, llamado el “rey sol”. Con ella se consiguió frustrar sus planes de dominio sobre el continente europeo y, de rechazo, sobre la mayor parte del Mundo. Fue ella también la que obligó a ese ambicioso monarca a buscar con desesperación, entre aproximadamente los cinco años que transcurren entre 1695 y 1700, alguna solución que evitase que los ejércitos aliados de la llamada Liga de Habsburgo rompieran sus precarias fronteras desde el Sur y desde el Norte, llegando hasta su corte de Versalles para, evidentemente, arrojarle de su trono y tomar cumplida venganza por todos los agravios a los que había sometido a Holanda, al ducado de Saboya, al emperador austriaco, a Inglaterra y, sí, también a aquel enfermizo Carlos II al que tan leal y eficazmente sirvió don Andrés de Madariaga.
La solución, como no podía ser menos en el caso de Luis XIV, se concretó en una maniobra que requirió, casi a partes iguales, astucia –por no decir perfidia– y fuerza militar. El resultado fue que el flujo de plata española, el verdadero motor del Mundo hasta bien entrado el siglo XIX, pasó a sus manos desde el momento en el que sus agentes en Madrid consiguieron que Carlos II firmase un testamento que cedía su trono, sin heredero, a Felipe de Anjou, que reinaría como Felipe V después de una larga guerra, conocida como la de Sucesión española, que acabaría en 1714.
De todo eso fue testigo un longevo don Andrés de Madariaga que, por supuesto, como la mayoría de los súbditos de Carlos II, aceptó aquel radical cambio de rumbo de la monarquía a la que había servido como algo que sólo podía ser para mejor.
La iglesia de los Jesuitas que hemos excavado es el último reflejo de todo aquello, de la gloria y el poder conseguido por aquel joven que a mediados del siglo XVII salió de Bergara para embarcarse rumbo a Lima y allí hacer fortuna o, al menos, intentarlo, siguiendo los pasos de sus dos tíos paternos, Lorenzo y Andrés, que ya habían demostrado en las primeras décadas del siglo XVII hasta dónde podía llegar un hombre hábil, mínimamente instruido, como lo era aquel muchacho huérfano de un padre, Joan Pérez de Madariaga, que había dedicado su más bien corta vida a hacer fortuna como administrador de bienes ajenos.
El resto de lo que se ha encontrado en los nichos que rodean su tumba, entre los cimientos más profundos del edificio, entre la correspondencia de los jesuitas o la de los caballeros ilustrados de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, nos confirman esa Historia cuyo eje central fue aquel hombre. La misma que gira en torno al deseo de perdurar, de llegar hasta las mismas puertas del Cielo desde un templo en el que los bienes materiales conseguidos en el llamado, por la liturgia cristiana, “valle de lágrimas”, se consagraron a lograr un pasaje seguro hasta esa morada eterna sin olvidarse de recordar a los que aún seguían vivos quiénes fueron aquellos que habían erigido y sostenido ese templo.
Todo ello, en definitiva, un buen motivo para excavar esos suelos o bucear entre centenares de folios escritos hace dos, tres, cuatro siglos... donde se esconde la memoria de esos días, de, en definitiva, nuestro –casi– olvidado pasado.
Carlos Rilova Jericó; Xabier Alberdi Lonbide; Jesús M. Pérez Centeno: ZEHAZTEN Zerbitzu Kulturalak
Fuente http://www.euskonews.com
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