Y así, a medio convencer todavía pero animada por sus hermanas Angela y Carmen --que asistirán a toda la conversación como niñas nonagenarias divertidas por la circunstancia--, así fue como nos abrió las puertas de su casa-palacio de la calle Conde de Torres Cabrera esta dama sin el menor aire de grandeza, de trato llano, cordial y tan sencilla de maneras y vestimenta que bien podría pasar por monja; no en versión madre superiora sino de las nacidas solo para servir. A fin de cuentas ese ha sido siempre, asegura Marisol (todos la siguen llamando a sus 78 años por el apelativo familiar), el lema de los Cruz Conde. Un clan "unido como una piña ayer y hoy en las duras y las maduras", corean las tres hermanas en homenaje a los vivos y a los que se fueron.
--Supongo que llevar un apellido como el suyo le debe de marcar a uno la vida, ¿no?
--Pues supongo que sí. Por lo menos lo que yo he vivido en casa desde que nací era el amor a Córdoba y el deseo de servirla. Los políticos de ahora me parece a mí que lo ven distinto muchas veces. Es el partido más que Córdoba y más que nada.
--Siempre se ha hablado de los hombres de la familia, pero sus mujeres son unas desconocidas fuera de los círculos íntimos, incluso las que como usted han tenido responsabilidades.
--Que yo sepa... mi madre fue durante cincuenta años presidenta de Cruz Roja y desde luego tuvo mucha actividad.
--En cualquier caso, como esposas de hombres importantes, todas habrán apoyado a sus maridos en casa, ¿no?
--Eso sí, han ayudado mucho. La verdad es que yo, que soy la más pequeña de los hermanos, no llegué a conocer a muchos de ellos. Del tío Pepe mismo no recuerdo nada, tenía yo cuatro años cuando empezó la guerra y él no volvió ya por aquí.
"Háblale de las bodegas", sugiere ovillada en uno de los sofás del imponente salón donde nos hallamos Angelita, que a sus 96 años no para de empalmar un cigarrillo con otro. "¡Ah, bueno! Sí, yo empecé a llevar la contabilidad de Cruz Conde con 16 años. Mi madre la llevaba antes, desde que empezó mi padre en el negocio. Y luego la relevé yo al salir del colegio. No nos íbamos de veraneo, casi siempre al Norte, hasta que yo acababa de hacer balance. También he llevado las viñas mucho tiempo".
--O sea, que de las cinco hermanas usted ha sido la más activa.
--Pues casi, porque estas dos se casaron pronto, Maruja se dedicó más a mis padres y Merche estuvo enferma casi toda su vida. También era dama de la Cruz Roja, pero colaboró poco porque su enfermedad no la dejaba.
--¿Cómo empezó su relación con Cruz Roja?
--Tenía cuatro años y fue durante la guerra. Mi madre iba todos los días a Cruz Roja y yo iba con ella. Fue presidenta desde el año 26 hasta el 75, año en que le dieron una placa que concede el Rey. El creador del hospital fue José Cruz Conde, organizó una corrida para financiar las obras. Fue curioso, porque la escritura de cesión de los terrenos sobre los que se habría de edificar estaba firmada por mi padre como alcalde y por Manuel Enríquez, el padre de Rafael, que luego sería presidente, como presidente de la Cruz Roja.
--He visto fotos de la reina Victoria Eugenia inaugurando el hospital.
--Sí, vino a la inauguración. Se hicieron muchas cosas. Ten en cuenta que al no haber tanta Seguridad Social --por ejemplo la gente del campo no la tenía, solo las empresas y algo en la construcción-- la Cruz Roja suplía esas carencias sociales. Mi madre le tenía un cariño enorme a la Cruz Roja y eso nos lo ha inculcado a todos. Yo empecé a querer a la Cruz Roja al mismo tiempo que empecé a amar a Dios, algunos dicen que yo la quería ya antes de nacer.
Con 18 años empezó a estudiar para lo que entonces se llamaba "dama auxiliar voluntaria", título que más tarde convalidó con el de ATS para poder ejercer la enfermería dentro y fuera de los centros benéficos. "Así no había problemas con los practicantes que decían que les hacíamos una competencia desleal --explica--. Luego, si tú cobrabas o no... porque, claro, no te podían obligar a cobrar". Poco sospechaba aquella joven de posibles que el título obtenido con miras puramente altruistas acabaría sirviéndole para ganarse la vida cuando el negocio bodeguero quebró y la familia se quedó sin ingresos. "Me fui a Cruz Roja, hablé con la superiora y me colocaron como ATS enseguida --cuenta en el mismo tono suave pero firme que debió de emplear en aquel trance--. Estuve en las plantas dos años que fueron muy gratificantes, me gustaba mucho el trato con el enfermo". Luego murió Francisco de la Riva, que era el secretario, y le sucedió en el cargo. "Me presenté a un concursito de méritos que hubo animada por mi hermano Antonio --dice--. El pensaba que allí podía hacer mucha más labor, y era verdad".
--¿Qué recuerdos guarda de la Cruz Roja de entonces?
--Me aceptaron todos muy bien desde el principio. Yo era una especie de gerente de toda la actividad no hospitalaria. Al principio también el hospital dependía de nosotros, porque estaba muy obsoleto y había que remodelarlo. Me encontré en la presidencia con don Rafael Enríquez, un hombre al que Córdoba no sabe todavía lo mucho que le debe. Estaban también don Balbino Povedano como director del hospital y sor Mercedes, una hermana de la Caridad que valía mucho. Había sido superiora con mi madre y luego lo fue conmigo. Lo primero que intentamos entre los cuatro fue hacer una remodelación del hospital. Se nombró como su administrador a Fernando Veloso, que es el que ahora está, muy buen gestor. Y yo ya me dediqué a toda la labor social de la Asamblea. Se hicieron centros de día de mayores, de desintoxicación de drogodependencias, se montó un centro de inmigrantes...
--¿Y cómo cundían tanto el tiempo y el dinero?
--Al principio era la Asamblea la que ayudaba al hospital, pero luego fue al revés, cuando después de la segunda remodelación empezó a funcionar bien. Eso le costó a don Rafael una batalla con Madrid, que no veía ya clara la función del hospital habiendo una amplia cobertura de la Seguridad Social, pero él lo defendía a capa y espada argumentando que el hospital ayudaba a financiar muchos proyectos sociales.
--¿Le gustaba a usted mandar?
--No, yo he buscado siempre el trabajo en equipo, no me he sentido jefa. Nadie protestaba cuando nos quedábamos hasta las tantas trabajando. Así fue hasta que me jubilé.
--¿Siguió luego vinculada a la entidad?
--Sigo siendo socia, pero he perdido el contacto con Cruz Roja desde que quitaron a Balbino, me pareció muy injusto. Hay muchos otros sitios donde se puede trabajar.
No es que Soledad Cruz Conde sea mujer de muchas palabras, pero tampoco las rehuye. Escueta, clara y sincera, va desgranando sus vivencias con la misma generosidad que pone en enseñarnos los rincones más íntimos (como por ejemplo la capilla) de las dependencias que le tocaron en el reparto familiar de la antigua vivienda del conde de Torres Cabrera, a las que se accede por una imponente escalera barroca de mármol cobijada por una cúpula no menos majestuosa. "Mi padre tenía la ilusión de comprar una casa grande para que viviéramos juntos los siete hermanos y sus familias --explica--. Ahora mismo vivimos en cinco casas independientes, aunque todos tenemos las puertas abiertas para todos: hijos, nietos, bisnietos se reúnen y lo pasan muy bien".
"Mi padre me trajo con él a ver si me gustaba la casa --comenta Angelita-- y la compró en 1940 o 41 aunque nos vinimos a vivir en el 42. Entonces estaba aquí el Colegio Cervantes, que lo tenían arrendado los frailes, y cuando estos se fueron hubo que hacer obra". Luego vinieron más reformas a este palacete de fachada en color almagra que es tan historia de Córdoba como sus habitantes. Una de ellas fue cerrar la galería porticada que daba al patio, adornado con los mosaicos aparecidos en las bodegas Cruz Conde, que estaban situadas en la calle hoy llamada La Bodega en su recuerdo. "Los encontró mi padre en el sótano --apunta Marisol con cierto orgullo filial--. Uno está dedicado a Baco".
--¿Cómo recuerda su infancia?
--Yo vine a vivir aquí con 10 años. Antes habíamos vivido en la avenida de Cervantes, en la casa que después mi padre le vendió a Manolete. Ahí nací yo, en esa casa donde también había vivido José Ortega y Gasset. Y los hermanos mayores, Alfonso, Antonio y Angelita nacieron junto a la catedral, en la calle Romero, donde luego instaló Pepe García Marín primero el Caballo Rojo. La casa de la avenida Cervantes la compró papá en una subasta.
--En una casa así se sentiría como una princesa de cuento.
--Estas se habían casado ya --señala a sus hermanas--. Yo me divertía muchísimo correteando por toda la casa, subía y bajaba. No es que fuera una niña traviesa, y al ser la más chica no tenía con quién pelearme. Quedamos Maruja, Merche y yo, que nunca nos casamos.
--¿Su padre era tan serio como parece en los retratos?
--No, nada de eso, era muy alegre. Mi madre era más severa. El lema de mi padre era "A mí que no me lo cuenten". Quería verlo todo y estaba siempre dispuesto a ir a todos lados. Yo he ido con él a los toros por toda España. Recuerdo que daba muchos paseos por Córdoba con él después de comer, le encantaba pasear. Me decía una cosa de la que me he acordado muchas veces: "Hija mía, esto de la dictadura se tiene que acabar, porque una dictadura no puede durar siempre, pero cuando lleguen los partidos cada uno querrá que triunfe el suyo y España les traerá sin cuidado". Empezó conmigo, y luego siguió con los nietos, una costumbre curiosa: nos dedicaba una bota de vino del mosto del año en que nacíamos, y el día del cumpleaños nos tomábamos una copita. Estuvo activo hasta los 95 años y murió a los 97.
--¿Fue de él la idea de poner en la etiqueta de sus vinos el cuadro de Julio Romero con la misma modelo del de la Chiquita Piconera?
--Ese fue un cuadro que le regaló el pintor a mi padre con la modelo posando con una botella de nuestras bodegas. Julio Romero y mi padre eran amigos. En el reparto de la herencia ese cuadro le tocó a Alfonso, el mayor, y ahora me parece que los hijos lo han vendido.
--¿Por qué a su padre se le recuerda menos que a los demás Cruz Conde?
--Quizá porque era muy modesto, extraordinariamente modesto, y eso hizo que se hablara de los demás y no de él.
De sus años mozos, allá por finales de los cuarenta, Marisol Cruz Conde recuerda sobre todo las salidas con Mercedes, su hermana más joven, que aun así le llevaba once años. "Ibamos a los patios, a las cruces, a la feria- --dice--. Me ha gustado mucho el flamenco, me encantaban Onofre y Fosforito, y no me importaba quedarme hasta las tantas escuchándolo cuando empezaba. Actuaba en la taberna El Pisto, que entonces estaba en el Alcázar Viejo, y allí íbamos a escuchar flamenco".
--¿Con qué más se divertía la juventud en los ambientes que usted frecuentaba, los de la alta burguesía cordobesa?
--El sitio de reunión era Dunia, un bar que había en el Gran Capitán, más o menos por donde hoy está Hacienda. Y luego el Círculo de la Amistad, donde había bailes. Pero sobre todo la pandilla de chicos y chicas hacíamos muchos guateques en las casas, donde poníamos un tocadiscos y tomábamos una copa.
--¿Todos sus amigos eran de clase alta?
--Había de todo. Yo me he movido por todos lados --responde un poco suspicaz--. Por la mañana iba a Cruz Roja al curso de damas, luego por las tardes a primera hora iba al dispensario del barrio del Naranjo y después quedábamos en la cafetería Hispania, en la calle Cruz Conde. Y como no había televisión, también íbamos mucho al cine. Pero yo he estado con todo tipo de gente.
Las fotos que guarda primorosamente fechadas y las que enmarcadas salpican librerías y mesas auxiliares muestran a una chica no tan guapa ni tan sofisticada como sus hermanas y cuñadas, pero llena de fuerza y con una elegancia interior completamente ajena a coqueterías y artificios. Así aparece en la instantánea que le hicieron el día de su puesta de largo, en 1951, posando seria en ese patio que tantas acontecimientos familiares ha visto pasar. "Mi hermana Angelita se puso de largo el día que yo me bauticé, que además era el día que mis padres celebraban sus bodas de plata. Y en mi caso, quizá por ser la más chica, organizaron un baile para mi puesta de largo. Y eso que entonces había problemas con el baile, porque era cuando el cardenal Segura no lo quería".
--Pero todo no fueron fiestas para la familia. La historia habla de pasajes dramáticos.
--Lo pasaron bastante mal en la guerra, como todo el mundo. Durante la República, y a principios de la guerra, como sobre todo mi tío Pepe se había señalado mucho en la dictadura de Primo de Ribera, apedrearon la casa de la avenida de Cervantes un par de veces. Y pasaban manifestaciones por allí, con mujeres dándole el pecho a sus hijos, que fue la primera vez que yo vi una cosa así. A mis hermanas Carmen y Maruja les dieron medallas al Mérito Militar con cinta roja, porque les cogió el bombardeo del Hospital Militar, donde eran enfermeras. Como vivíamos cerca de la estación y bombardeaban mucho por allí mi padre alquiló en la Sierra lo que se llamaba San Pedro y San Benito, una casa de un señor de Bilbao donde luego ha estado el noviciado de las Esclavas, un poco más allá de donde hoy está el hotel Occidental. Así que pasé la guerra en el campo, y desde allí bajaba con mi madre todos los días a la Cruz Roja.
Y así siguió durante casi toda la vida. Ahora ya no va por Cruz Roja, pero sigue desarrollando una imparable labor social. "Si de verdad vives la fe te tienes que volcar --justifica ella--. Mis padres nos inculcaron la fe y la importancia de mantener la unión de la familia".
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